Columna publicada en diario Pulso, 21.02.13

 

No es usual que la antropología chilena entre al debate público respecto de lo indígena sin asumir posiciones partisanas respecto de las “causas étnicas”. Después de todo, es lo más fácil. Las consecuencias de no hacerlo suelen ser el desprecio de la comunidad de antropólogos indigenistas y de los activistas mismos, sumado a posibles problemas en el desarrollo de trabajos de campo y el desinterés del exotismo internacional. Esta situación es la que hace posible que, a diferencia de los economistas al tocarse asuntos económicos y de los médicos al tocarse asuntos de salud, cuando estalla el “asunto mapuche” o algún otro tema indígena, sea raro que aparezcan antropólogos opinando y más raro que las posiciones expresadas en esas opiniones agreguen elementos sustanciales al debate. Esto a pesar del boom de la disciplina que llevó incluso a que la Universidad Católica inaugure la carrera de antropología este 2013.

Lo lamentable de todo esto es que Chile requiere -desde hace rato- de una mejor comprensión del “asunto indígena”, que permita separar la paja del trigo y avanzar en políticas públicas sustentables y justas, en vez de seguir empantanándonos entre discursos etnonacionalistas delirantes, amenazas, acusaciones de criminalización, grupos de extrema izquierda que utilizan la excusa étnica para llevar adelante actos de violencia, fortalecimiento policial de las “zonas de conflicto” y un largo etcétera de daño al país, a las personas y a la eficiencia en las políticas públicas.

Las preguntas que deberían ser el centro del debate son: “Qué es lo indígena” y “Cómo se procede con justicia frente a ello”. La primera rara vez es enfrentada seriamente en el debate público. Se habla de “lo indígena” como si se tratara de un asunto racial, sanguíneo. Cuando se señalan las consecuencias que ello tendría si se aplicara como criterio de políticas públicas (nadie parece querer políticas públicas racistas, o al menos estar dispuesto a defenderlas en esos términos), se pasa a definiciones relativas a “costumbres” y “vínculos especiales”. El problema entonces es que casi todos los grupos humanos tienen costumbres y vínculos especiales, lo que complica el tratar de determinar los que serían específicamente “indígenas”, lo que se vuelve urgente cuando se quieren generar políticas públicas respecto a pueblos “indígenas”. Ahí, entonces, se juega una última carta, la histórica: los indígenas serían descendientes de “pueblos originarios” que hace cien años fueron expoliados por el Estado, siendo el criterio de pertenencia actual a esos pueblos… la sangre, los apellidos. Y volvemos a criterios racistas.

El descuido legislativo en torno a lo que sería específicamente “lo indígena” tiene como consecuencia un proceso llamado “etnificación”, es decir, la creación desde el Estado de “lo indígena” por incentivos económicos a ello. Después de todo, entre ser indígena, si la ley me permite calificarme como tal, y recibir beneficios o no recibirlos, mejor ser indígena… Esto genera indignación entre las personas que, viviendo en la misma situación que los “indígenas”, se ven discriminadas legalmente por no poseer los apellidos o la sangre necesarios y entre los grupos etnonacionalistas que pretenden generar procesos de “etnogénesis”, es decir, de “autoconciencia” en oposición a la “falsa conciencia étnica” generada desde el “enemigo”, que en este caso serían el Estado chileno y la “cultura chilena”.

Es a esta maraña de problemas que el libro “Mirar, escuchar, callar. El significado de lo indígena en Chanquín (Cucao/Chiloé)”, del joven antropólogo Joaquín Saavedra Gómez, se enfrenta con inusitada honestidad. En él se describe sin tapujos el proceso de aparición de “lo indígena” como discurso en Chanquín a partir de un conflicto de tierras con la Conaf producto de la no inscripción oportuna de las mismas por los vecinos del sector, que terminó en la asignación de ellas a un parque forestal. Saavedra se enfrenta a la pregunta de si lo indígena existía antes del conflicto o no. Y responde afirmativamente a partir de un argumento que tensiona notablemente el debate actual sobre lo “verdaderamente indígena”: define lo indígena a partir de la identificación territorial, del habitar un espacio hasta identificarse con él, hasta “ser de ahí”, fundiéndose sangre, territorio y reconocimiento comunitario entre los que “son de ahí”, que, a su vez, se suponen emparentados.

Entender lo indígena como ese “ser de un lugar”, propio de formas de relación que podríamos calificar como pre-modernas y que exceden a los “pueblos originarios”, englobando a un sinnúmero de comunidades rurales más allá de la raza o etnia de sus miembros, genera un notable desafío intelectual para pensar nuestras políticas indígenas de un modo no racista que evite generar privilegios legales arbitrarios respecto de ciertos ciudadanos por sobre los demás. De hecho, nos obliga a observar nuestro ignorado mundo rural y sus formas de vida.

Tan novedosa es la propuesta que la presentación del libro en Castro, lejos de generar indiferencia, sufrió el ataque de activistas varios, pues parece afectar ciertos intereses políticos y económicos creados. Su lectura es una excelente introducción al debate sobre lo indígena y es una buena recomendación para pensar el tema en estos días. El único problema es conseguirlo, ya que su edición “autogestionada” hace que deba preguntarse al autor ([email protected] o @jjsaavedragomez en Twitter) cómo obtener una copia.