Columna publicada en diario La Segunda, 29.12.2012

Orientar hacia el éxito una campaña política fundada principalmente en el carisma de un personaje y en su vínculo pre-reflexivo con las masas (en otras palabras, una campaña de rasgos populistas) exige operar con reglas distintas a las de la política tradicional. En una campaña de corte populista, lo importante es siempre la carga emotiva de la ocasión, mucho más que el contenido de la misma.

El silencio, en tal sentido, contribuye a cubrir de misterio y solemnidad lo que sea que el caudillo diga una vez que hable, siendo lo importante no lo que manifieste -que será interpretado y reinterpretado hasta el cansancio por quienes viven capturados por su aura-, sino el hecho de que él lo diga (“Si Perón lo dice, debe ser verdad”, creían muchos argentinos).

Sabiendo eso, no debería extrañar que Michelle Bachelet le haya dicho a la prensa que hablará en marzo sobre sus planes para cuando termine su contrato en la ONU Mujeres. Con eso ha generado un vacío expectante que durará enero y febrero, y que nuestro periodismo consagrará a la especulación sobre lo que dirá la ex Presidenta, a sabiendas de que en realidad da lo mismo, porque lo importante es que hable y que bastan un par de generalidades mezcladas con buenas intenciones para que sus feligreses experimenten algún tipo de éxtasis político.

Ante tal escenario, las restantes campañas presidenciales se ven en un escenario difícil, especialmente las que pertenecen al mismo sector que Bachelet. Y esa dificultad, a su vez, se traspasa a la política en general: todo lo que se haga de aquí a marzo pareciera no ser más que una distracción aburrida hasta que llegue “la excepción”, el momento.

La pregunta obvia que surge, entonces, es cómo desinflar esa excepción, cómo generar un “momento”; cómo, en fin, hacer una diferencia en lo que se supone indiferenciado. Y las respuestas parecen ser de dos naturalezas: una es reivindicar la política formal, profesional, tratando de hacerla recobrar sentido desde las ideas; la otra es tratar de levantar candidaturas y propuestas de corte populista con la esperanza de capturar algo de atención.

Tomar el camino de las ideas luce siempre más arriesgado y hasta descabellado en un contexto donde parece dar lo mismo el contenido de lo que se va a decir o, incluso, los logros objetivos que se obtengan (como ocurre con el Presidente Piñera), en relación a la seducción de la subjetividad caprichosa de las masas. Sin embargo, se comete un error con ese juicio.

El daño que el populismo genera en los países, cuya profundidad puede ser apreciada al otro lado de los Andes, está directamente relacionado con la capitulación de las élites políticas, intelectuales y sociales para enfrentar este fenómeno. La debacle viene cuando todos se convencen -al igual que los asesores de las candidaturas populistas- de que la mayoría de las personas son esencialmente brutas, ignorantes e infantiles, y que prefieren, por tanto, un buen cuento y un par de billetes antes que una interpelación propia de adultos capaces que buscan el mejor futuro para sus hijos. Al ocurrir esto, al tirarse la esponja y renunciarse a hacer política a la altura de la dignidad humana, se realiza una profecía que será autocumplida.

Si, en cambio, se persiste en las ideas, si se insiste en tratar a los electores como adultos, quizás no se gane alguna elección -eso siempre puede pasar-, pero perfectamente se puede ganar la conducción de los destinos del país. No por nada Jaime Guzmán les repetía a sus cercanos que no debían buscar gobernar ellos, sino que gobernaran sus ideas. Y los años le dieron la razón.