Columna publicada el 14.07 en La Segunda

En un mundo perfecto, donde no existiera coerción posible entre los agentes que concurren al mercado, no habría que fijar un salario mínimo: simplemente, cada uno recibiría lo que su trabajo vale. Sin embargo, se ha asumido que en la realidad no negocian en igualdad de condiciones todos esos agentes y que, por tanto, el Estado está llamado a intervenir en esa relación. Uno de los mecanismos elegidos para ello es el famoso “salario mínimo”, un valor “piso” del trabajo fijado legalmente a partir de un debate público serio e informado.

En Chile, este debate es público pero, en general, se revela bastante poco informado. Se reduce las más de las veces a un tira y afloja donde el riesgo de terminar jugando entre políticos al “quién da más” está presente y en el cual todos los ingredientes sentimentales de una teleserie aparecen contrabandeados como argumentos válidos.

Todo esto daría lo mismo si el alza por vía de obligación legal asegurada por el Estado no tuviera el efecto, pasado cierto punto, de generar desempleo. Esto, porque la productividad del trabajo de muchos estará por debajo del valor fijado por la autoridad y, por tanto, esas personas se quedarán sin fuente laboral. Esto no es cuestionado por los economistas, pero sí se discute, caso a caso, cuál sería ese “límite” a partir del cual un alza en el precio fijado al trabajo ocasionaría más daños que ventajas a la economía de un país y al bienestar de sus habitantes.

Así, no hay razones para presentar esta discusión como algo de “buenos y malos”. Y digo esto porque muchas veces quienes promueven ofertones de alza del salario mínimo pretenden ser moralmente superiores y movidos por ideales más puros que quienes discuten dichas medidas. Lo hemos visto nuevamente en el actual debate entre el Gobierno y el Congreso por el límite de $ 193 mil mensuales propuesto por Hacienda.

Al respecto, vale la pena recordar a Raymond Aron y su ensayo “El fanatismo, la prudencia y la fe”, donde nos advertía: “He conocido a una sola persona a quien la miseria de los hombres impedía vivir: Simone Weil. Ella siguió su camino y finalmente se fue en busca de la santidad. A nosotros, a quienes la miseria de los hombres no nos impide vivir, que por lo menos no nos impida pensar. No nos creamos obligados a desvariar para atestiguar nuestros buenos sentimientos”.

Y eso lo decía Aron asumiendo la buena fe de quienes promovían ideas en tono “salvífico” cuyas consecuencias prácticas podían resultar nefastas, buena fe que perfectamente podemos presumir ausente en muchos políticos dedicados a construir debates ficticios para ganar un par de votos más o golpear al gobierno de turno, confundiendo adrede cosas tan simples como salario e ingreso.

Por esto, para evitar que cada vez que damos esta discusión nuestro foro público se convierta en un show de exhibicionismo moral y especulaciones pseudotécnicas en TV que no son confrontadas académicamente, creo necesario establecer un mecanismo fijo de reajuste del salario mínimo considerando las variables más relevantes. Un mecanismo que nazca de una discusión, por fin, con todas las cartas sobre la mesa y todos los interesados sometiendo sus argumentos al debate y escrutinio público. Como en una república seria.