Columna publicada el 18.06 en El Mostrador

El espectáculo vivido hace un par de domingos en las inmediaciones del Teatro Caupolicán evidenció el fracaso de la reconciliación en Chile.

Claramente, el odio y la violencia no se erradicaron de nuestro debate sociopolítico. El quiebre de la democracia de los años setenta significó el sucumbir a esa desconfianza y odio, por lo que durante la transición fue necesario recomponer la posibilidad de diálogo político y social. Había que reconstruir la confianza entre las partes y fomentar la confrontación civilizada de ideas. Vale la pena mirar atrás y ver qué se hizo y qué faltó por hacer. En los años ’90 y ’00 se reflexionó y dialogó en torno a la transición y reconciliación. Esto incluyó a personas del ejército y del mundo político. “Nunca más violaciones a los derechos humanos”, dijo el general Juan Emilio Cheyre en 2003. Personas como el ex senador Ricardo Núñez, Ernesto Ottone y Sergio Muñoz también aportaron en la reflexión: reconocieron que hubo irresponsabilidad y odiosidad en las formas políticas, clima que terminó por quebrar la democracia chilena. Hubo comisiones y mesas de diálogo que mostraron una parte crucial del problema, como lo fueron las violaciones a los DD.HH. Pero el odio y la desconfianza son anteriores a los crímenes, por lo que la reflexión en torno a la violencia no puede centrarse de modo simplista en sus efectos.

Esas reflexiones fueron esfuerzos aislados. Hoy, los mitos dominantes en la derecha y la izquierda son aún muy simples. No necesariamente falsos, pero omiten preguntas relevantes. Hay un intento de dos partes por ocupar el lugar de la víctima de la historia, sin pensar en qué nos llevó a actuar como lo hicimos. La derecha culpaba a la izquierda por sembrar el odio social, sin preguntarse qué hacía que el odio social pudiera ser sembrado tan efectivamente. La izquierda reclamaba sobre las injustificables violaciones a los derechos humanos y la existencia de una dictadura, sin preguntarse qué hizo posible que la maldad humana pudiera desatarse con tanta fuerza, cuando en condiciones normales está contenida por las instituciones y por las relaciones sociales. Las explicaciones que priman en ambos sectores son simplistas, con lo que se esconden factores muy relevantes que permiten el surgimiento y la mantención de la violencia. De acuerdo con Girard, cuando la paz se alcanza por la construcción de un mito, la violencia siempre vuelve a surgir. E intentar relatar la historia desde una posición de víctimas es contar un mito. Por ello, resulta clave complejizar el período histórico. Volver a abrir la discusión y plantear más preguntas.

Las actitudes que han ido ganando espacio en nuestra sociedad demuestran que es necesario retomar la tarea de reflexión y encuentro. De no ser así, la indignación frente a la violencia pasada y actual no es más que palabrería, ya que ésta sólo se erradica mediante la comprensión de lo que llevó al otro a actuar de la manera en que lo hizo, no simplemente denunciándola o quejándose por ella. Un buen comienzo es que la academia, el parlamento y la opinión pública posibiliten una discusión donde las distintas concepciones políticas encuentren cabida. Sólo cuando la buena fe y el reconocimiento del otro operan como base de la discusión, es posible que exista un diálogo político verdadero, donde la violencia en cualquiera de sus formas simplemente no es una alternativa.