Columna publicada el 27/10/11 en La Nación

La actual discusión sobre la “nueva derecha” y los encontrones ideológicos entre conservadores y liberales que han comenzado a darse en la prensa y las redes sociales hacen que sea muy necesario que “el sector” mire su historia y retome intentos de articulación del pasado para no comenzar a trabajar desde cero. De entre ellos, creo que el esfuerzo intelectual que parece haber emprendido Jaime Guzmán en su último período es de los más interesantes disponibles.

Tres tradiciones políticas e intelectuales tienden a converger en la derecha chilena: la católica, la liberal y la conservadora. La católica mezcla su historia con la del partido conservador en muchos puntos, pero adquiere forma y sentido a partir de la facultad de derecho de la Universidad Católica y el conjunto de intelectuales que la propicia y que de ahí surgen. La liberal tiene dos momentos: el republicano y el libremercadista, siendo más romántica, laicista e ilustrada en el primer período y más pragmática en el segundo, convergiendo en cierta medida con el conservadurismo. Por último, la tradición conservadora, que es de raíz republicana (a la romana), autoritaria y nacionalista.

La historia intelectual de estas derechas refleja el inmenso aporte que, en sus encuentros y desencuentros, hicieron al país. El siglo XIX tiene grandes intelectuales liberales, como Vicuña Mackenna y Barros Arana, y eminentes políticos católicos, como Abdón Cifuentes. El XX será, sin duda, el siglo de los conservadores, siendo sus mayores estandartes Encina, Edwards y Góngora.

Ahora bien, la pregunta que creo que es importante en el contexto actual –en que fuertes grupos de presión exigen respuestas a la derecha, que tienen que ver con delinear un proyecto, un horizonte de acción– es si la derecha chilena contiene alguna promesa en su tradición que pueda operar como ese horizonte. Repasando rápidamente, la oferta de la derecha podría concentrarse en tres elementos: orden (autoridad), progreso (ilustrado y/o material) y libertad (negativa o católica). Sin embargo, si uno cala más profundo en las ideas del sector, encontrará dos antropologías en tensión que prácticamente se anulan y llevan a que hoy Piñera pueda simplemente prometer “progreso hasta tener números de país desarrollado”.

Esas antropologías son: primero, la católica, comunitaria, que considera al hombre un ser perfecto pero cuya naturaleza está “dañada” o “caída” y cuya libertad reside en poder seguir a Dios (que en esa tradición se manifestaría como gracia o amor) aun pudiendo, por “insondable misterio” (el misterio del mal), elegir el apartarse de él y afirmarse a sí mismo. Luego, la antropología utilitarista economicista, individualista, que considera que el hombre es simplemente como es: inconstante, perezoso, interesado y deseoso de seguridad, y ofrece a tal ser un mundo donde sus expectativas puedan verse aseguradas y sus deseos medianamente satisfechos sin tener que enfrentar terribles conflictos por la convergencia de intereses sobre medios escasos para su satisfacción.

Los intentos serios de acercarse desde una antropología a la otra no han prosperado mucho. Eso hace que el debate entre “las dos almas” termine siempre más bien en una pelea y en acusaciones cruzadas. En ello hay sin duda una deuda intelectual.

El último que intentó una aproximación entre ellas fue Jaime Guzmán Errázuriz, quien, en su último período de pensamiento, que resultó desconcertante para muchos, se abrió desde su consistente posición política y teológica –notable síntesis entre conservadurismo y catolicismo en la que confluyen los más destacados pensadores y políticos de la derecha de la segunda mitad del siglo XX– hacia las elaboraciones teóricas de Friederich Hayek. En éstas pudo reconocer elementos compatibles que permitían integrar su convicción de que no había una tercera vía entre capitalismo y comunismo con los principios que habían guiado siempre su vida. No por nada el trabajo de Michael Novak, centrado en mostrar la profunda compatibilidad que existiría entre capitalismo y catolicismo, capturó su atención hacía el final de sus días, en los que bogaba por un orden democrático capitalista pero empapado por un espíritu
católico de compromiso que debía proyectarse principalmente desde los liderazgos políticos y el servicio público (de ahí su famosa frase donde advierte que si se pierde esa vocación “nuestras ideas, nuestros principios ¡nuestros valores! se van a perder y no se quejen después del Chile que van a vivir sus hijos … quizás con los bolsillos llenos, pero con las almas vacías”).

El trabajo de Guzmán, sin embargo, parece haber quedado entregado, como dijeran Marx y Engels, a la “crítica roedora de los ratones”. Poco se hizo por retomar este movimiento teórico con posterioridad.

Hoy, cuando se le exige a la derecha una perspectiva para abordar el desarrollo del  país, bien haría, en vez de emprender guerrillas internas, en fomentar el  diálogo entre los intelectuales y políticos vinculados al sector para  poder articular disensos y consensos en una tensión virtuosa que sea una mesa  en torno a la cual puedan convocar a la participación de un proyecto de país a  personas con visiones distintas.

Retomar en serio la obra de Guzmán y leer de verdad a Hayek y a Novak, por ejemplo, podría ser un buen punto de partida.