“La lucha contra el mal uso del [idioma] inglés no es algo frívolo ni es preocupación exclusiva de los escritores profesionales”, escribió George Orwell hacia 1946. En efecto, el lenguaje es uno de aquellos elementos que encontramos en la mayor parte de los ámbitos de la existencia. Nos ofrece la posibilidad de representar el mundo mediante signos; de elaborar auténticos “artificios verbales”, para nuestro goce estético. Nos permite comunicar al otro nuestros sentimientos, ideas y pensamientos. Lo decible y, sobre todo, el decir mismo, jamás han hallado residencia lejos de lo humano.

Definió una vez Ortega y Gasset el lenguaje como un “medio que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos”. Consciente, sin embargo, de las limitaciones que hay en este intento de conceptualización, advierte: “Lo de menos es que el lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar primario y normal no fuese sincero. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana”.

Tal afirmación no debiera sorprendernos en absoluto. La misma lengua que nos esforzamos tanto en aprender -no solo durante la juventud sino también a lo largo de la vida entera- es la misma que ahora nos ufanamos en degradar.

Tristemente, la pérdida de la palabra es un fenómeno que vivimos a diario, pero no podemos tomar sus manifestaciones como acontecimientos aislados, carentes de efectos. “Un hombre puede darse a la bebida porque se considera un fracasado, y fracasar entonces más todavía porque se ha dado a la bebida. Algo parecido está ocurriendo con la lengua inglesa. Se torna fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita caer en esos pensamientos estúpidos”, sentencia Orwell.

El discurso político no está exento de los vicios y problemas a los que me he referido; los polos de los múltiples conflictos que hemos presenciado durante el año lo expresan con la claridad suficiente. Se trata de tierra fértil para lo que Orwell denominaría como “metáforas moribundas”; expresiones que oscilan entre la palabra plenamente novedosa y la totalmente ordinaria. “Muchas se emplean sin siquiera conocer su sentido”, afirma.

Y agrega: “Es frecuente la mezcla de metáforas incompatibles, síntoma inequívoco de que al autor no le interesa demasiado lo que está diciendo”.

Éste, me atrevo a aventurar, ha sido el destino de una expresión como “sal de la burbuja”, que tenía que ver, originalmente, con la capacidad de enfrentar los problemas como son y no mediados por condiciones artificiales de un entorno determinado. Hoy, no obstante, dicha expresión denota una descalificación a priori de nuestras posibilidades de comprender ciertos hechos o ideas y reflexionar sobre ellos. Cualquier invitación a salir de la burbuja es una forma de refutación de argumentos o pensamientos excluyendo una evaluación crítica de los mismos.

Habla también Orwell de las “palabras carentes de significado”, dando el ejemplo de la voz fascismo, que ya “no tiene significado propio, salvo en la medida en que significa ‘algo que no es deseable’”. Y añade: “Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista, justicia tienen todas ellas varios sentidos diferentes e irreconciliables entre sí”.

Es lamentable que una palabra inicialmente tan plena de significado como “diálogo” corriera la misma suerte. Cuando abogamos hoy por el diálogo, nos escudamos en su sentido original –el que una parte de las personas aún reconoce– para decir algo distinto, recóndito, escurridizo como las ideas que se esconden tras esta palabra. Hoy, “diálogo” es expresión unilateral y re-afirmación de las ideas propias, no su capacidad de ser comunicadas y comprendidas por los demás (que es su sentido original). Antes, “diálogo” significaba “recorrer el lógos”. Hoy significa justamente lo contrario. Hemos confundido el diálogo con el monólogo.

No podemos negar la repercusión que la pérdida progresiva del palabra parece haber tenido siempre y hoy en nuestra vida. La ignorancia y la despreocupación por el uso correcto del lenguaje inducen (si no conducen) a la confusión de los conceptos. En definitiva, nos llevan a un pensamiento equivocado y a una comprensión errónea del mundo. Hay una relación vital entre nuestra capacidad de comunicarnos y nuestra humanidad. “Se olvida demasiado -advierte Ortega, que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. […] El lenguaje es por esencia diálogo”.

Parece haberlo dicho, también, Ezra Pound: “Ubicunque lingua romana, ibi Roma”.

Allí donde está la lengua romana, está Roma.