En un restaurant caro, un mafioso comienza sorpresivamente a increpar a los clientes del local:

-¿Qué miran ustedes? No son más que una pandilla de cretinos. ¿Y saben por qué? Porque no tienen huevos para ser lo que quisieran ser. Necesitan personas como yo para poder señalarlas con el dedo y decir: “Ése es el malo.”

No satisfecho aún con sus descargos, prosigue su discurso:

-Y eso, ¿en qué los convierte a ustedes? ¿En los buenos? Ustedes no son buenos, sólo saben cómo esconderse y cómo mentir.

Esta escena de Scarface (Cara cortada) siempre me ha llamado la atención. El punto ciego de Tony Montana, el protagonista, es su pesimismo respecto a la naturaleza humana: él no es miserable, sino sólo sincero. Lo miserable es que los demás actúen como si no supieran que, tras la mentira, hay únicamente violencia y voluntad de poder. El personaje no entiende su miseria como elección propia y, por lo tanto, tampoco el hecho de que su madre no quiera tener nada que ver con su dinero.

Pero, dentro de ese pesimismo, Montana sostiene también una paradoja: a pesar de querer llevar una vida buena, tener familia e hijos, todo lo que hace transforma ese anhelo en una ilusión. Le da la razón a la objeción de su madre, sin saberlo.

Se trata de una paradoja que cambia por completo el sentido de la acusación. Lo que Montana les imputa a los tipos que comen ahí es su mediocridad moral para realizar el mal abiertamente. Pero la acusación que realmente resulta interesante, corregida por la paradoja, es la mediocridad para observar el bien, a la que de una u otra forma apela Montana y en la que él mismo cae. “Ustedes no son buenos”, sólo se sienten buenos al observarme a mí, que soy “el tipo malo”.

Ficción y realidad comparten, muchas veces, más de lo que uno quisiera. Dos polémicas recientes se relacionan con las célebres palabras de Montana; se trata del caso de María del Pilar Pérez, también conocida como “la Quintrala”, y el caso Karadima: dos situaciones que coinciden en la condena radical y pública a los imputados, con un “gran público” deleitándose en detalles macabros, emotivas apelaciones y dolorosas declaraciones.

Con esto no pretendo defender lo indefendible. María del Pilar Pérez y Karadima son “tipos malos”, tan malos como Tony Montana. Sin embargo, la pregunta es por qué nos fascinan tanto las peores versiones de lo que el ser humano puede ser. ¿Qué nos produce enfrentarnos a lo malo o deficiente y, sin más, lincharlo comunicacionalmente? ¿Qué es esa adrenalina primitiva del sacrificio? ¿No es lo mismo que pasa con el Bullying, ese linchamiento emocional y a veces físico de los menos perfectos? ¿Qué es lo que afirmamos en ese acto de condena?

Lo que creo que afirmamos es la fuerza. La sociedad entre los que no se equivocan ni son particularmente pervertidos, contra la miseria del “tipo malo” y de la “reflexión mala”. De una u otra manera, nos sentimos “buenos” por no ser así ni aparecer expuestos de esa manera. Afirmamos la normalidad.

El problema es cuando la normalidad la medimos con arreglo a la mejor versión de lo humano y a las cumbres del esfuerzo intelectual, moral o artístico. Entonces no nos vemos tan “buenos” y lo que podemos hacer es admirarnos y afirmar ese bien, esa belleza, como horizonte, o simplemente contentarnos con considerar que tanto bien es “mucho”, imposible, inalcanzable, demasiado excepcional, y que lo que es en verdad bueno es la mediocridad de no ser muy malos ni quedar como tontos.

Ahí está expuesto el mecanismo de nuestra miseria: establecer como nuestro horizonte el “no ser deficientes respecto a lo normal” en vez de “ser buenos”. Sacrificar semana por medio a los “peores”, reales o construidos, sin atender a lo mejor, a lo que nos hace realmente humanos.

¿Y qué sería eso tan bueno?, se preguntarán. ¿No será la fuerza la que nos hace buenos, eliminando a los malos y con ellos al mal, y dejando lo mejor solamente? Creo que no, porque difícilmente la fuerza de los mediocres (que es la fuerza de lo normal, desde donde se juzga la realidad) pueda alguna vez ser un instrumento que mejore al mundo. Más pareciera ser nuestro reconocimiento como mediocres (por ser capaces del bien y no esforzarnos) que nuestra condena a los malos lo que nos llevaría a admirar (amar) lo bueno. Pero ese reconocimiento debe ser amoroso, pues justamente nos muestra como capaces de algo mejor, no como impedidos del bien, en cuyo caso no seríamos mediocres. En tal contexto, los abismos del mal o de lo deficiente (reales o inventados) no nos parecerían tan suculentos porque nos veríamos como parte de la miseria que en ellos se expresa.

Creo que a eso se refiere la vieja máxima cristiana de no ver la paja en el ojo ajeno sin ver antes la viga en el propio. La viga sería justamente andar buscando la paja en el ojo ajeno para poder condenarla y sentirse pío, sin percatarse de que la mediocridad de esa actividad es la deficiencia misma en estado larvario.

¿Cómo sería Chile y cómo seríamos los chilenos si en vez de abalanzarnos sobre los errores o la maldad ajena tuviéramos que enfrentar cara a cara al que dijo “ámense los unos a los otros como yo los he amado” o si intelectualmente tuviéramos que enfrentar la sencillez verdadera de los genios? Y ojo, esta no es una reflexión a la que los invite tirándoles agua bendita ni promoviendo la adhesión al cristianismo. Consideren si quieren a Jesús como un “good guy” de la historia (aunque los desafío a encontrar a alguien mejor), remplácenlo por otros si les place: por Clotario Blest, por Simone Weil, por Alberto Hurtado, por Ignacio Carrera Pinto, por Arturo Prat. Si esas son vidas entregadas al intento de encarnar el bien ¿estamos más cerca de ellas que de la Quintrala o de Karadima? Uno lo duda. Piensen también en Mozart, Beethoven, Einstein, Miguel Ángel o Agustín de Hipona, y comparen cualquier cosa que ustedes puedan escribir o imaginar con sus obras. Veremos entonces si asuntos como la última columna del economista Julio Dittborn les parece tan risible o merecedora de tanta atención burlona. El punto es el mismo: la paradoja queda expuesta. Un punto para Tony Montana.