Dentro de las muchas grandes cosas que hizo Jorge Luis Borges, una muy importante fue la reivindicación de algunos autores a quienes la historia no les dio la atención que se merecían. Quizás el caso más representativo es el del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), de quien no sólo destacó su obra literaria, sino que también resaltó las muchas horas de alegría que le había dado por la lectura de sus obras. “Chesterton se defendió de ser Edgar Allan Poe o Franz Kafka, pero que algo en el barro de su yo propendía a la pesadilla, algo secreto, y ciego y central”, escribió Borges en “Sobre Chesterton”, ensayo del texto Otras inquisiciones. Fiel a sí mismo y siempre dispuesto a gozar de la vida, Chesterton fue un multifacético escritor de novelas, ensayos, cuentos, dramas y poemas, además de un gran conversador y un excelente polemista. Prueba de ello son sus continuas y profundas discusiones con Bernard Shaw, a quien incluso llega a citar en su libro Herejes (1905). Todo esto, reduciendo al mínimo su figura.

Entre los hitos de la vida de Chesterton, uno de los que siempre se ha considerado central es el de su conversión a la Iglesia Católica. Muchos de sus biógrafos mencionan que aquello no fue más que una vuelta a su hogar o a su punto de partida, ya que siempre se consideró profundamente católico. Su camino espiritual, que más tarde lo llevaría hacia la conversión, lo relata en Ortodoxia (1908) que, a pesar de ser clasificado como un texto apologético del cristianismo, puede ser leído desde diversos puntos que dan cuenta de su profundo conocimiento del ser humano y de la sociedad.

Borges no erró al destacar el genio creativo de Chesterton: se trata de un autor cuyos planteamientos resultan sumamente vigentes, casi proféticos. Uno de los capítulos de Ortodoxia, titulado “El suicidio del pensamiento”, resalta algunos puntos bastante iluminadores sobre las concepciones que tenemos actualmente de progreso y de cómo las convicciones ocupan un papel clave en aquellos procesos sociales. Su postura es crítica hacia la exacerbación de la razón propia de nuestra época, donde el pensamiento, parafraseando al autor, no hace más que detener al pensamiento. Destaca, y esto es precisamente lo que pretendo rescatar, la importancia de la humildad dentro de los comportamientos humanos. Si pensamos hoy en día en la humildad, sobre todo en relación a la razón y a la búsqueda de la verdad, es inevitable preguntarse dónde la hemos dejado.

“Lo que yo rechazo es cierta humildad de nuestro tiempo que parece andar fuera de su sitio. La modestia se ha alejado del órgano de la ambición, y ahora parece aplicarse decididamente al de la convicción, para el cual no estaba destinada. El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos”, señala Chesterton.

Ahora bien, aquellas frases hacen pensar que el tipo de discusión que se ha instalado en la esfera pública, siempre con la bandera de la tolerancia por delante y con la violencia como modalidad, ha hecho completamente suya esa duda de la verdad. En los debates en torno a Hidroaysén, la crisis de la educación superior o las uniones de hecho o matrimonio homosexual, ya no estamos dispuestos a encontrar algún atisbo de verdad, y sólo ha primado la lógica de la agresividad, donde lo políticamente correcto ha ganado el campo del sano intercambio de argumentos. Las multitudinarias marchas ciudadanas que terminan en episodios de delincuencia y la extrema polarización de las opiniones que no dan cabida al escuchar al otro no son sino muestras de esa agresividad.

Habría que buscar el momento en el que nos dejó de importar la opinión del otro y nos centramos en escucharnos a nosotros mismos. Si en la discusión, que no es sino un riquísimo intercambio de ideas, no vemos más que una posibilidad de exponer nuestra posición al tiempo que tenemos que dejar que los otros hablen de las suyas que no nos interesan, estamos frente a un panorama alarmante. ¿Cómo volver atrás, sin tener un afán romántico de que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí con el afán de poder intercambiar ideas? Creo que, al igual como hizo Borges, es necesario que retomemos a Chesterton. No dudar de la verdad, sino de nosotros mismos, hacer de la discusión un espacio de iluminación donde, junto con lo que aporta el otro, seamos capaces de vislumbrar aquello que nos convence, que nos realiza y que nos convierte en seres que construimos una sociedad.

Chesterton, ese jovial escritor inglés que habría que leer mucho más seguido de lo que lo hacemos actualmente, fue un gran gozador, amante de la cerveza y del buen comer. Su gigantesca contextura lo confirma. En medio de los placeres de la vida se hizo el tiempo de tener grandes amigos y, ciertamente, no perdió ocasión de discutir con ellos: las mencionadas polémicas con Bernard Shaw son un buen ejemplo de ello. Debido a su íntima amistad discutieron aún más agudamente, sin renunciar en la búsqueda de esos puntos en común ni de reconocimiento de la verdad en lo que sostiene el otro. De esa manera nos demuestra que las ideas opuestas no son un impedimento para reconocer en el otro un valor o una verdad, sino que son un incentivo para el intercambio, la discusión y el reconocimiento. Soy un convencido de que si adoptamos ese sistema como base de la política y de la vida social podremos ser más constructivos en nuestro afán por buscar el bien en esta sociedad.