“Nunca aprendió nadie materia que le valga sino la de su deleite o sea la de su arrebato; es decir, de su vocación”.

– Gabriela Mistral

Según Gabriela Mistral, Don Miguel de Unamuno dijo alguna vez que enseñar era un acto contra natura.

“El aprender solo, por sí mismo, ése sí era acto normal y digno del hombre”, recuerda la poeta que habría comentado el escritor y filósofo español.

El episodio, narrado en una serie de comentarios en prosa de la Nobel chilena titulados Sobre el autodidactismo (1944), profundiza en la que fuera quizás una de sus más hondas inquietudes: la educación. Célebre por sus innumerables y lúcidas reflexiones en torno a la enseñanza, Lucila Godoy Alcayaga logró forjarse a sí misma en un hogar humilde y con un padre ausente, con varios episodios a cuestas que delatan una difícil relación con sus profesores y sin títulos universitarios que la acreditasen en el mundo intelectual. Esto último gatilló una inseguridad que, en medio del éxito literario y el aplauso de la crítica, insistía cada cierto tiempo en atormentarla.

Y así todo, se convirtió en una de las maestras más emblemáticas de Chile. No hacía reverencias ante la sala de clases: de formación autodidacta, Gabriela Mistral admiró siempre a aquellos jóvenes formados de manera independiente, alejados del maestro “estándar” (“Que como tal tiene que ser mediocre”, apunta). La seducía la idea del joven preso voluntariamente de los libros, impaciente ante la perspectiva de la “revancha”.

“El desquite del alumno regular está en la vuelta a la casa y en el aprendizaje solitario de los asuntos que le importan”, explica Mistral.

Mi intención aquí no es profundizar en la calidad de los profesores, asunto que a la poeta le resulta inquietante y, la mayor parte de las veces, escandaloso. Lo que llama mi atención es su admiración por los estudiosos solitarios, cuestión que incluso la habría llevado a plantearle al propio Unamuno si no convendría ocuparse seriamente de organizar el autodidactismo y crear una “pedagogía de estudiantes libres”. Ya intuía ella el peligro en el decaimiento del impulso intelectual en los jóvenes: profesionales sedentarios, desarraigados de la tradición y satisfechos mientras demuestren ser capaces de “cumplir” con lo mínimo.

Lejos de ser una forma de aislamiento, el autodidactismo encuentra su razón de ser en el contacto con el mundo. La historia, según Mistral, da fe de ello. Escaseaban las escuelas en la Edad Media e incluso en el Renacimiento, pero no eran pocos los jóvenes que corrían detrás de los llamados “Maestros”. La poeta describe esa época con su intensidad característica: “La libertad residía en que los maestros no cazaban muchachos por las plazas ni hacían pregón para convocarlos, sino que unos mozos acalenturados de vocación, buscaban y rogaban como un privilegio vivir aquella servidumbre que les parecía la felicidad misma y con la cual pagaban algo que no tiene precio: la convivencia de un Maestro y la presencia continua de su arte”.

No hay espacio para el encierro ni para la soberbia intelectual en el alma de un joven verdaderamente autodidacta. Lejos de distanciarse del mundo, es condición necesaria salir humildemente a su encuentro.

Es un error creer que el autodidactismo es asunto propio de iluminados, y también lo es el pensar que éste llegará a buen término sin un esfuerzo inusual de la voluntad. Por otro lado, el llamado no es a abandonar colegios y universidades en una búsqueda quijotesca de conocimiento, aun cuando se trate de pequeños genios. El autodidactismo debe subyacer a la formación escolar y universitaria. Sin un espíritu autodidacta, ambas etapas de formación quedarán mutiladas o, al menos, cojas.

Nos encontramos, sin embargo, frente a un escenario que pone trabas al amor por el conocimiento. Porque cuando el aprendizaje se traduce en décimas, cuando lo que “sabemos” es representado por una nota, el único estímulo es llegar al “7” y, para varios, sólo superar el “4”. Lograda esa meta, no son muchos los que quieren ir más allá en sus esfuerzos. Cabe preguntarse entonces si nos encontramos inmersos en un sistema que privilegia una relación instrumental y competitiva con el conocimiento, donde se nos educa que un “7” es sinónimo de excelencia mientras que el “4” es la tierra de los mediocres. En algunas universidades como Harvard o Georgetown, se ha optado por diseñar cursos donde sólo hay dos opciones: aprobado o reprobado. La medida ayuda, en parte, a sanear esta problemática.

La libertad y el rigor son, de acuerdo a Mistral, los ejes del autodidactismo, sistema siempre versátil en sus formas y mediante el cual es posible alcanzar una mayor realización intelectual (y, por lo tanto, espiritual). El autodidactismo apunta, sobre todo, a hacerse responsable de uno mismo. A no conformarse con las materias escolares ni universitarias, que no son más que una pincelada de conocimiento.

En una sociedad donde la distracción se ha transformado en una gran tentación, es imprescindible perseverar en este “régimen paternal en el que nos partimos el ser, volviéndose padre nuestra voluntad e hijo nuestro entendimiento”. El llamado es a profundizar en los gustos, a hacernos dueños de nuestra lectura y que ésta a la vez nos posea. Significa hacernos cargo de esos “deleites” o “arrebatos” intelectuales que, aunque fugaces, nos han sacado brevemente del tedio. Si se le prestase mayor atención a esos momentos, pasaríamos de ser simples auditores a ser discípulos, cualquiera sea nuestra disciplina. Hay, entre ambas palabras, un abismo de diferencia.