Hace algunas semanas, el Presidente de Venezuela Hugo Chávez fue reconocido en Argentina con el premio de periodismo Rodolfo Walsh. Se le quiso destacar por “haber demostrado su compromiso incuestionable y auténtico en afianzar la libertad de los pueblos, consolidar la unidad latinoamericana, defender los derechos humanos y ser consecuente con la verdad y los valores democráticos”.

Curioso.

Y así lo consideraron los cientos de artículos emanados de la prensa mundial. Un premio que nunca había dado tanto que hablar, se convirtió en el centro de la polémica por el rótulo de la libertad de expresión.

La Universidad Nacional de la Plata, institución detrás del galardón, justificó la entrega del premio en la apertura de la comunicación efectuada por el proyecto bolivariano, el cual ha derribado a los grandes grupos comunicacionales para “darle voz” al pueblo. No se menciona, sin embargo, el hecho de que se le ha permitido hablar sólo al sector que conviene al oficialismo, en desmedro de todo aquel que ha tenido la osadía de discrepar con el proyecto gubernamental. Cualquier voz disonante ha sido rápidamente acallada, utilizando mecanismos que poco tienen que ver con la libertad.

No pretendo reflexionar aquí sobre la situación actual de Venezuela, ni tampoco sobre el premio otorgado en Argentina. Lo que me interesa es un tema siempre importante en la esfera pública: la libertad de expresión. Compleja, ampliamente debatida y, la mayor parte de las veces, mal comprendida, la libertad de expresión ha sido tradicionalmente señalada como un logro de las sociedades democráticas, responsable de que las distintas inquietudes ciudadana salgan a la luz. Gracias a ella, por medio de diferentes cauces y con distintos grados de relevancia, todos pueden expresar su parecer.

Con la explosión de redes sociales como Facebook y Twitter, hemos sido testigos de cómo las distintas agrupaciones ciudadanas obtienen una respuesta certera cuando se presentan en bloque, con propuestas claras y fuertes. Bajo estas condiciones fue posible, por ejemplo, coordinar que una sola voz representara el malestar de miles ante un proyecto de central termoeléctrica en Punta de Choros. Algo similar ocurrió en protesta hacia el gobierno egipcio de Mubarak. Es imprescindible, sin embargo, profundizar en el concepto de “libertad” detrás de la libertad de expresión. En una sociedad que se ha limitado a entender este concepto como la posibilidad de hacer todo lo que al sujeto se le ocurra, cuesta creer que ésta sea siempre un aporte. Una libertad de expresión que transgrede los límites de la intimidad o que no respeta la dignidad del ser humano difícilmente puede ser considerada como un logro unido al progreso del que tanto nos jactamos.

La polémica en torno al caso Wikileaks permite sacar la siguiente conclusión: en una sociedad hiperconectada como la que vivimos, se debe renunciar a ciertos derechos básicos. Entre ellos, la privacidad. Hoy, y en todo momento, cualquier cosa que esté en Internet o en alguna red de interconexión similar puede ser filtrada y dada a conocer al mundo entero.

Todo esto, en nombre de la “libertad de expresión”.

Es posible establecer un diagnóstico, pero sumamente complejo determinar los pasos a seguir. Porque lo cierto es que esta suerte de matrimonio entre “expresión” y “libertad” se ha convertido en una fuente de contradicciones. Hoy es común aceptar que se viole la intimidad de algunos para saber cuáles han sido sus cambios de pareja o sus últimas operaciones estéticas. Pero, por otro lado, cuesta encontrar sujetos que no condenen, aún dentro del marco de la libertad de expresión, la divulgación de imágenes de las víctimas fatales de un atentado o catástrofe natural. Los límites son difusos, y es políticamente incorrecto cuestionar la libertad de otros.

Es evidente que ambos casos no son homologables en su gravedad, pero sí dan cuenta de qué es lo que aceptamos como contenido digno de conocer y difundir. Nuestras nociones de “respeto” y de “dignidad” han quedado subyugadas bajo el reinado de una “libertad” brutalmente utilitarista y carente de deberes con el resto de la sociedad. Bajo la bandera de la “libertad de expresión”, nos parece que es posible hacer casi cualquier cosa. Incluso, reducir la noción de libertad a la de un mero títere, facultado para abolir la del resto sin mayores miramientos.