Columna publicada el 20.04.18 en Revista Qué Pasa.

La instalación de Piñera ha sido exitosa. Se notan las lecciones aprendidas. Puso a gente de su confianza en los puestos clave del gabinete, repartiendo todos los demás entre los partidos. Priorizó la experiencia al momento de las designaciones, cuidando la hoja de vida de los nominados. Y, finalmente, diseñó un sistema de trabajo —el de las comisiones— que permite al gobierno avanzar en sus prioridades pese a ser minoría legislativa.

Su estilo de gobierno también cambió. Si la última vez se le veía en cubierta poniéndole, el pecho a todas las balas, además de metido en todas las demás labores y dando entrevistas día por medio para hablar de cualquier asunto, ahora está como ausente. Parece haber entendido que los ministros son fusibles y que el centro de mando y autoridad es él, por lo que no debe exponerse. El carácter místico del poder sólo se conserva si quien lo ejerce se mantiene separado del tráfago cotidiano. Por lo demás, su ausencia de los medios le ha entregado más espacio a la primera dama, Cecilia Morel, que tiene mucho mejor manejo comunicacional que su marido y ofrece a la ciudadanía un rostro más comprensivo y amigable, siendo un complemento ideal a la figura presidencial.

El mayor aliado en este proceso ha sido la oposición. Su nivel de desarticulación y falta de sustancia política e intelectual es abismante. Los restos de la Concertación son un motor reventado: Bachelet gobernó con el raspado de la olla, y las condiciones para una regeneración intelectual y política no fueron generadas. El Frente Amplio, por su parte, sigue en un conflictivo proceso de maduración, lejos todavía de cuajar en un proyecto con una visión de país que les permita aspirar a gobernar. Si la política de comisiones ha “tensionado” a ambos grupos es mucho más por la desarticulación en que se encuentran, que porque haya sido diseñada con ese objetivo desde el ejecutivo. Las luchas de ego y las dinámicas tipo farándula son un síntoma típico de falta de horizonte político, y ellas se han vuelto el día a día de la oposición.

Los problemas del gobierno podrían venir, entonces, más que desde el sistema político, desde la sociedad. Sociológicamente, Chile está viviendo un momento muy complejo y desafiante. La mitad del país pertenece a una clase media muy frágil, cuyos valores y expectativas se forjaron en el mundo del consumo y del crédito, y no al alero del Estado. El mito político de la autonomía, la soberanía individual y el mérito es hegemónico, y hay una correspondiente sobrecarga de expectativas sobre el sistema educacional (que se supone que asigna los “méritos”). En tal contexto aparecen en el horizonte, a ojos de esta clase media, dos enemigos de clase: los que tienen, pero no merecen (herederos, corruptos) y los que no tienen porque no merecen (pobres, inmigrantes que “se aprovechan”, delincuentes). En el imaginario social de la clase media hay, entonces, un conflicto entre merecedores e inmerecedores, además de una demanda de reconocimiento. Y es labor del gobierno tratar de mediar ese conflicto y proveer ese reconocimiento, pero con miras al bien común.

El programa de Piñera responde a este escenario intentando poner a los más postergados como prioridad en algunas áreas, incluyendo entre ellos a los sectores más vulnerables de la misma clase media. Así, pretende desactivar la tensión social entre grupos medios y bajos, sin excluir a los segundos. En lo que queda al debe es en la búsqueda de medios de conciliación pacífica entre clases medias y acomodadas. Este déficit es aprovechado por otra facción de la derecha que trata de conciliar los intereses de estas dos clases a través de una agenda de criminalización, persecución y represión dirigida contra los más pobres y vulnerables, usándolos como chivo expiatorio. La agenda criminalizante respecto a los vendedores ambulantes, el populismo penal o los mitos en torno a la migración son todos elementos que apuntan en esa dirección: lucha de clases desde arriba.

El conflicto “valórico” entre progresistas y conservadores es, entonces, accesorio y sólo prioritario en Twitter. La gran disputa dentro del gobierno hoy en día es entre los que quieren una agenda que busque la conciliación pacífica de clases, dando prioridad a los más necesitados, y los que quieren atizar la lucha de clases desde arriba usando a los más vulnerables como chivo expiatorio. Piñera tendrá que navegar en esas turbulentas aguas, y la oposición también tendrá que tomar partido: resistir y torpedear la agenda social del gobierno, como han planteado muchos de sus representantes, bien podría terminar fortaleciendo el rostro más temible de la derecha. Y el siglo XX nos da una buena lección acerca de lo mal que resulta aquello de “agudizar las contradicciones”. En este sentido, el criticado “colaboracionismo” de Boric y el Frente Amplio con los sectores conciliadores de la derecha parece harto más responsable que la conducta de muchos de los políticos más experimentados.

Para salir airoso, el presidente tendrá que profundizar la agenda de la opción preferencial por los débiles y explicitar todavía más el horizonte de sentido que lo mueve. También tendrá que plantear medidas respecto a la tensión entre clases medias y clases altas, lo que supone retomar temas peliagudos, como el de los abusos, la desigualdad, la protección, la concentración económica, el “lucro” y el mérito. Y todo esto tendrá que hacerlo sin volver a acaparar todas las miradas y los golpes, por vías indirectas, mediante gestos sutiles pero decisivos. Para lograrlo, eso sí, debe convencerse primero a sí mismo de que está defendiendo una ideología, tiene una visión de país y quiere convocar al pueblo a su lado, haciendo aparte la neutralidad apática del inversionista, y entrando a la política con mayúscula. Durante este tiempo ha demostrado que aprendió a jugar el juego. Ahora le toca buscar la gloria.