Columna publicada en The Clinic, 11.01.2017

Hace unos días asistí a la sesión de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, para exponer sobre el proyecto de ley que busca “reconocer y dar protección al derecho de identidad de género”, y que hoy tiene suma urgencia. Más allá del proyecto mismo, vale la pena reflexionar sobre la actitud de los diputados en este tipo de instancias, lamentablemente extensiva a otras comisiones del Congreso Nacional según me lo han confirmado experiencias anteriores y la de varias personas invitadas a participar en ellas.

La sensación de que no existe una deliberación política real en estos espacios es inevitable. Esto no es menor ya que se trata, precisamente, de una de sus funciones cardinales. Las decisiones de los congresistas parecen zanjadas de antemano de lado y lado, lo que les impide oír y reconocer los aciertos y beneficios de un determinado proyecto o, por el contrario, las deficiencias y errores del mismo. Entre otros problemas, esta dinámica vuelve absolutamente irrelevante la participación de expertos o representantes de la sociedad civil invitados a las sesiones para comentar los proyectos; mera representación de un diálogo que no llega a ocurrir.

Muestra de esto es la respuesta que obtuve de uno de los miembros de la comisión, tras presentar en mi exposición uno de los aspectos más problemáticos del proyecto de ley: el desconocimiento de los perjuicios a terceros que podrían derivarse de esta nueva legislación. Frente a este argumento, se me señaló que no era objetivo de esta ley hacerse cargo de los terceros involucrados, sino simplemente garantizar un determinado derecho. Nuevamente, más allá del tema en concreto, sorprende la precaria visión del derecho que subyace a esa afirmación. Ella deja en evidencia la incomprensión de una de sus funciones primordiales y más evidentes: coordinar de un modo armónico los distintos intereses en juego presentes en la vida social. Y eso necesariamente implica a terceros. Es absurdo suponer que la legislación puede aplicarse aisladamente a ciertos individuos, sin atender a las posibles consecuencias para el resto de la sociedad. O que, finalmente, se puede garantizar los derechos de algunas personas, simplemente ignorando los de otras.

Todo lo anterior resulta preocupante, pues el proyecto en cuestión, con independencia de sus objetivos, adolece de errores técnicos graves que no han sido considerados en la discusión. Por ejemplo, no define el concepto de “género” a pesar de ser un elemento esencial del proyecto –como el mismo nombre lo indica–, lo que impide establecer con claridad su objetivo y alcance. Se alude indistintamente a los conceptos de “género” y “sexo”, aun cuando se trata de realidades distintas, con implicancias jurídicas relevantes. Además, varias disposiciones contenidas en el proyecto de ley son abiertamente contradictorias con otros cuerpos jurídicos. Ninguna de estas deficiencias parece ser relevante para nuestros parlamentarios, al punto que ni siquiera están dispuestos a escuchar al que plantea interrogantes. Vaya manera de ejercer la democracia.

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