Columna publicada en La Tercera, 14.01.2018

Una de las ideas más interesantes del libro de Carlos Peña Lo que el dinero sí puede comprar es que, producto del acelerado ritmo de nuestra modernización, habría un desajuste biográfico en la identidad de muchos chilenos. Las transformaciones han sido tan rápidas y radicales, que nos cuesta comprender nuestro presente a la luz de nuestro pasado. Esto genera una angustia identitaria que, a su vez, se traduce en una búsqueda todavía más radical de autodefinición (o autoedición) a través del consumo de bienes y experiencias. Debemos labrar nuestro “yo” en solitario, encontrar nuestro propio y “auténtico” camino en un territorio donde los mapas antiguos parecen ya no servir.

Una tesis similar fue utilizada por Raymond Aron para explicar las protestas de Mayo del 68. Los jóvenes que querían destruir el sistema eran la generación más beneficiada por él. La mayoría de ellos, primera generación universitaria. Por lo mismo, explica Aron, ya no podían identificarse con su contexto de origen, pero tampoco tenían un nuevo lugar en el mundo, experimentando un vacío que el radicalismo venía a suturar.

Luego, Peña defiende la idea de que el consumo conspicuo, la vida de mall, la búsqueda de la identidad a través de las cosas, es un mecanismo de búsqueda identitario al menos igual de legítimo, pero menos destructivo y violento, que ese radicalismo político. Y que quienes miran el consumo con desprecio simplemente se niegan a entender su relevancia sociológica.

Nuestro autor, sin embargo, se contenta con mostrar el error que supone despreciar el consumo, pero no indaga en las contradicciones que empapan las formas que este fenómeno adquiere hoy. Por eso, quizás, el mall y la inmensa trama de relaciones detrás de él, aparecen en el libro como algo muy sólido.

Pero, en realidad, el mall tambalea, y no por culpa de los universitarios radicalizados. Es hoy un espacio predecible, estandarizado. Lo que se vende son variaciones de lo mismo, fabricado en los mismos lugares por los mismos semi-esclavos. No parece ya una plaza, ni una feria. Y cualquiera con acceso a tarjeta de crédito puede comprar lo mismo, más barato, a través de Internet. Es un espacio deserotizado. Cada vez menos sorprendente. Y si la presión por la autoedición aumenta, necesariamente el mall debe reinventarse o decaer. O usar su poder para tratar de matar lo que emerge.

¿Qué componentes erotizan los mercados? La informalidad, la antigüedad (lo usado) y la artesanía. El encuentro con lo único. Estos elementos, por ejemplo, hacen distinto al persa Biobío (hoy nuevamente bajo ataque municipal) del Costanera Center.

Pero el comercio formal -en asociación con algunos municipios- ha optado por perseguir o formalizar a la fuerza esos espacios eróticos -que son, a su vez, un gran atractivo turístico- en vez de tratar de convivir y aprender de ellos. Algo similar a que los gimnasios baratos intentaran erradicar los parques donde se puede trotar al aire libre. Y el Estado, en vez de protegerlos, guarda silencio.

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