Columna publicada en revista Qué Pasa, 12.01.2018

La legitimidad política normalmente tiene un origen sacrificial. Es la identificación con las víctimas —y, a veces, la unidad en contra de un victimario— lo que cubre de un halo sagrado a quien ejerce el poder. La Concertación gobernó en nombre de las víctimas de la dictadura y de los pobres. Lo primero marcaba una diferencia con la derecha, que quedaba moralmente deslegitimada. Lo segundo era un espacio de consenso, y la principal razón por la cual muchos entre las filas concertacionistas terminaron abrazando la economía social de mercado, dada su eficacia para erradicar la pobreza.

El apogeo de la apelación a las víctimas de la dictadura fue el primer gobierno de Bachelet. Se jugaron ahí todas las cartas que quedaban. Bachelet era la víctima misma gobernando, y no alguien identificado con ellas. Hija de un padre traicionado y muerto, prisionera en Villa Grimaldi, exiliada, miembro de la “resistencia”, mujer de un combatiente asesinado y madre. Madre en Latinoamérica: signo de abandono, dignidad y lucha. Virgen de Guadalupe, del Carmen, de Chiquinquirá. Madre, reina, patrona y generala. Símbolo del perdón y la reconciliación. Lo que la Concertación ya sólo débilmente podía representar, Bachelet lo encarnaba personal, total e instransferiblemente, lo cual explica, en parte, sus dos fracasos al legar el mando.

El primer gobierno de Piñera, luego de Bachelet, trató de blandir las dos cruces concertacionistas. Pero ambas habían perdido su fuerza. No logró dar nunca con una fuente de legitimidad. Bachelet, en cambio, cuya segunda venida fue recibida como si fuera la Virgen de Fátima, ya no quería gobernar desde su simbolismo mariano. No quería traer paz, sino espada. Y así, la primera parte de su gobierno apeló a la persecución de un chivo expiatorio: los poderosos de siempre. Los corruptos, los abusadores, la parte podrida que debíamos retirar para reconciliarnos. Pero no tuvo éxito: los fuegos de las hogueras nacieron débiles y se extinguieron rápido, y ella misma fue vinculada a los corruptos. Y terminó su gobierno de vuelta en su rol mariano, afirmando que había sido traicionada y abandonada, pero que en el futuro nos daríamos cuenta de nuestro error.

Y ahora henos aquí, de vuelta al vacío de autoridad. El plebiscito del 88 ya no parte aguas. Pinochet ya no explica el mapa político, y las alianzas forjadas en torno a su figura se debilitan. La Democracia Cristiana es un conjunto vacío: su última fuente de legitimidad antes de la dictadura fueron los campesinos pobres y la promoción popular. Nada renovable. Sus fuentes están secas. El resto de la izquierda, en tanto, parece convencida de que se puede gobernar en nombre de los estudiantes universitarios, como si fueran las grandes víctimas de nuestro tiempo.

En la derecha, la situación no es distinta. La UDI es un muerto caminante. Su última fuente de legitimidad fue su identidad de “partido popular” y de cuadros militantes, poblacional y leninista. Con Longueira, ello acaba. Y queda sólo el pinochetismo, que habla de “gesta patriótica” e identifica a Pinochet con Jesús (recordemos la “carta a los chilenos”). Pero nada de eso es reeditable. RN ya no representa los intereses del mundo agrario (y no tendría sentido que lo hiciera). Evópoli no decide si se identificará con los niños, con los pobres de los campamentos, con las minorías sexuales o con el activismo de género. La “derecha social” de Ossandón, en tanto, es todavía un populismo patronal geográficamente circunscrito, que recoge lo que escucha en la calle y lo repite, pero no lo ordena en base a ningún criterio. Y Piñera es todo lo contrario a una víctima. Es un winner. Simboliza lo opuesto a Bachelet.

En su arsenal, por supuesto, la derecha siempre tendrá el miedo. El anticomunismo, el discurso contra la delincuencia y el terrorismo. O el temor a “Chilezuela”, que mostró gran fuerza electoral. Pero, aunque sea un ingrediente efectivo, no se puede gobernar desde ahí. No funciona más que en contextos muy radicales, y no estamos en uno.

La centroderecha tuvo éxito en su movimiento hacia el centro. Hoy es un abanico que cubre desde la derecha de la DC (independiente de lo que digan o hagan los miembros de “Progresismo con progreso”), hasta José Antonio Kast. Sólo por su moderación, ha ocupado un espacio político que la centroizquierda abandonó gracias a su radicalismo. Pero ahora debe fortificar y dotar de sentido esa posición. Y para ello está obligada a aclarar en nombre de quiénes gobierna. Cuáles son las víctimas que representa y busca visibilizar, y el orden de prelación de esas víctimas. La prioridad entre ellas. Gobernar, se sabe, es priorizar, y ello exige elegir.

Este debate sobre identidad y prioridades bien justifica una especie de cónclave ideológico. La otra alternativa, más riesgosa, es que Piñera busque zanjarlo desde arriba. Lo que sería un suicidio es no tratar el tema hasta que sea demasiado tarde, y la agenda la hayan impuesto otros. Como en su gobierno anterior.

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