Columna publicada en La Tercera, 18.12.2017

El contundente resultado de las elecciones de ayer puede ser leído de muchos modos. Es, en primer lugar, la confirmación de la debilidad intrínseca del candidato Guillier, quien se vio siempre  incómodo y fastidiado por las exigencias propias de una campaña. El senador podría haber sido, quizás, un buen candidato con el viento a favor, pero definitivamente carecía de las condiciones para revertir un escenario desfavorable, hasta el punto de que logró la proeza de darle a la centroizquierda su peor resultado histórico desde el regreso a la democracia. El error estratégico de la Nueva Mayoría se ve reflejado en el hecho siguiente: todo indica que Guillier no jugará ningún papel relevante en el futuro. Así, el oficialismo desperdició la oportunidad para proyectarse, al elegir -con un grado de frivolidad culpable- al candidato de las encuestas. Contra lo que se piensa, el pragmatismo rasante suele costar muy caro.

La segunda derrota importante fue la de Michelle Bachelet. En las últimas semanas, el gobierno llegó hasta el límite apoyando a Guillier, y el resultado no fue muy estimulante. Si esta elección era un plebiscito sobre el legado y las transformaciones del gobierno actual, pues bien, simplemente se perdió.

Por su lado, el Frente Amplio tampoco puede sacar cuentas muy alegres. La diferencia de votación entre Beatriz Sánchez y su lista parlamentaria nos había dado una señal sobre el carácter volátil de ese electorado, que ayer se vio confirmada. De hecho, es patente que los líderes frenteamplistas conocen mal a sus propios votantes y no saben aquello que están encarnando. Hay  allí un voto que no puede explicarse por la lógica aritmética del duopolio, a la que se rindieron tan fácilmente los Boric, Jackson y Sharp. En el fondo, la adhesión a Beatriz Sánchez sigue siendo una gran incógnita que nadie ha sabido descifrar.

 Desde luego, Sebastián Piñera supo sacar el mejor provecho de todos estos errores y malos entendidos. Hay algo raro en la inédita movilización que logró ayer la derecha, que le da una fuerza innegable para lo que viene.

Sebastián Piñera enfrenta ahora el enorme desafío de darle a este triunfo macizo una traducción política efectiva. Sabemos que la oposición no le allanará el camino, que el Congreso está fragmentado, y también sabemos que el mismo candidato cedió en cuestiones fundamentales en un momento de desesperación.

Terminada la campaña, debe pensar muy bien sobre el rumbo que le quiere imprimir a su administración, para evitar los errores cometidos hace ocho años. Hay allí un reto discursivo mayúsculo, y también una exigencia de renovación de liderazgos (su gabinete no puede ser la repetición del anterior). Al final, nopuede olvidarse que el éxito de su gobierno se medirá casi exclusivamente por su capacidad de darlecontinuidad el 2021. Esto lo obliga a asumir nuevas categorías conceptuales y a darles parte de las luces a los eventuales delfines. En su caso, ambas cosas equivalen a negarse a sí mismo. Si no lo hace, pasará a la historia como aquel extraño Rey Midas que convirtió en derrotas políticas todos y cada uno de sus triunfos electorales.

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