Columna publicada en Qué Pasa, 29.12.2017

Organizar nuestra convivencia en función del bien común es el objetivo de la política. Y la distribución de nuestras actividades durante el año es, por esa razón, un asunto político. El ritmo de nuestra agenda, con sus pausas y aceleraciones, afecta profundamente nuestra calidad de vida, productividad, ánimo, salud y vida familiar. Chile es un país con niveles de estrés y ansiedad absolutamente preocupantes, y todo nuevo gobierno debería preguntarse cómo moderar este fenómeno, tan vinculado, por lo demás, a la violencia, la obesidad, la depresión y otros males.

Facilitar las comunicaciones, en este sentido, resulta una prioridad ineludible. Toda mejora en el transporte urbano, por pequeña que sea, afecta positivamente la calidad de millones de personas. Lo mismo ocurre con todo trámite que es reducido, eliminado u ofrecido virtualmente. Por otro lado, la ampliación de la capacidad aeroportuaria de Santiago es una necesidad que se volverá primaria en la medida en que volar se vuelva cada vez más barato, y la opción de salir en auto durante las vacaciones, cada vez más agobiante. Eso sin mencionar que resulta una medida angular para facilitar la descentralización de Chile, al “acercar” las regiones a Santiago, y para potenciar el turismo nacional. Simplificar las aduanas y elevar nuestros estándares de servicio en correos y encomiendas nacionales e internacionales permite que nuestro país se conecte con el mundo, aumenta los volúmenes y el ritmo del comercio, simplifica la adquisición de bienes por medios virtuales, y facilita muchos emprendimientos locales basados en importaciones.

Una sociedad mejor interconectada, donde las comunicaciones fluyen con mayor facilidad, es una sociedad más vivible. El tiempo liberado al levantar las trabas que hoy entorpecen muchas de nuestras operaciones básicas, es tiempo ganado por los ciudadanos para llevar vidas más plenas, compartir más con sus familias y realizar otras actividades.

Si a esta interconexión le sumamos mejores modales, que hagan fluir con mayor suavidad nuestra interacción cotidiana, el resultado se multiplica. La cortesía, el buen trato, van mucho más allá de evitar las agresiones sexuales en los espacios públicos. Y deben, también, ser objeto de promoción estatal.

Pero hay otro elemento tremendamente importante, además de las comunicaciones, que afecta nuestra vida: la organización del año. Diciembre, nuestro diciembre es una de las peores herencias involuntarias de la colonización europea. En el hemisferio norte la Navidad y el Año Nuevo están muy lejos del verano y del cierre de año de las instituciones. Estas fiestas ocurren dentro de sus vacaciones de invierno, un periodo de paz y de encuentro hogareño, mientras afuera cae la nieve y predomina la oscuridad. En nuestro caso, en cambio, diciembre agolpa sin piedad la Navidad, el Año Nuevo y el cierre del año escolar, universitario, político, deportivo, económico, fiscal, tributario y laboral.

Esta acumulación de cierres de año significa: fiestas y paseos de oficina; compras frenéticas de regalos para Navidad, amigos secretos, conserjes, recolectores de basura, cartero y familiares varios; exámenes universitarios, cierre de actas; postulación a becas y posgrados; movilizaciones en el sector estatal y en el privado para ganar terreno en el presupuesto del año siguiente; votaciones de la segunda vuelta presidencial; niños aburridos en la casa; fines de semana fuera de Santiago, tacos mediante; comidas familiares; celebraciones navideñas; celebraciones deportivas; cuadrar cajas y otros papeleos; entrega de proyectos; congresos, foros, seminarios; “ejecución” del presupuesto fiscal; actos de fin de año de todas las instituciones, partiendo por los colegios; graduaciones, titulaciones y fiestas de Año Nuevo. Todo esto bajo un sol inclemente, y aderezado con miles de cumpleaños y nacimientos, dada la popularidad conceptiva del periodo marzo-abril. Y eso sin mencionar los matrimonios y uniones civiles, que se concentran desproporcionadamente en el verano.

Diciembre, en suma, es un mes agotador. Y sería muy razonable, y muy bueno para nuestra calidad de vida y para la productividad del país, hacer todo lo posible para alivianar su carga y desplazarla hacia periodos menos intensos del año. Esto sólo exige algo de imaginación institucional y colaboración público-privada. No podemos mover la Navidad, el Año Nuevo y los cumpleaños, pero casi todo lo demás parece disponible, incluyendo las vacaciones. ¿No sería mejor que comenzaran la segunda quincena de diciembre, y así aprovechar mejor febrero, para alivianar también marzo? ¿No podrían traspasarse tantas fiestas, seminarios y ceremonias a abril? ¿El frenesí de ejecución presupuestaria no podría ser en octubre o noviembre?

Si lográsemos mejorar nuestras comunicaciones, modales y organización del año, nuestra experiencia del tiempo cambiaría. Nuestras vidas se harían más dulces y tranquilas. Viviríamos, literalmente, tiempos mejores.

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