Columna publicada en La Tercera, 31.12.2017

El Año Nuevo en Chile tiene la connotación de una especie de viaje místico, nocturno y etílico, entre un ciclo vital y otro. Por lo mismo, viene acompañado de una gran cantidad de tradiciones orientadas a dejar atrás lo malo, y atravesar el umbral cíclico solo cargados de buenos augurios y prospectos auspiciosos. Es tiempo, entonces, de juramentos y promesas individuales. Los famosos “propósitos”, que implican, en su mejor versión, un autoexamen profundo de las fortalezas y debilidades que uno mismo manifestó a lo largo del año, y un plan para volverse más virtuoso.

Como el paso hacia la muerte, el tránsito hacia el nuevo año es personalísimo. Cada uno se enfrenta a sí mismo, sus miedos y esperanzas, como quien enfrenta la imagen de un espejo. Y la tradicional borrachera, de la cual muchos no vuelven con vida, ayuda a alivianar el terrible peso de este duelo.

Por otro lado, lamentablemente, la voluntad de practicar nuevas virtudes suele ser tan intensa en la noche de Año Nuevo como el festejo, y despertar tan menguada como el festejante. Por ejemplo, no es raro que los que se prometen dietas y deporte se encuentren a sí mismos, al otro día, “bajoneando” desayunos en algún local de comida rápida. Pocos propósitos logran completar el viaje hasta el nuevo ciclo.

Escribir una columna de opinión, como ésta, resulta particularmente difícil en este contexto. Es justamente un momento en que los temas políticos y comunes están obligados a ceder espacio a reflexiones individuales y particulares.

Sin embargo, están los propósitos. Y aunque uno no puede meterse en la evaluación que cada cual haga de su vida, sí puede hacer recomendaciones para ser tenidas en cuenta al momento de esa evaluación. Y, aprovechando ese intersticio, quisiera recomendar la reflexión respecto a los modales: a las formas mediante las cuales nos relacionamos con las demás personas.

La diversidad de costumbres y formas de vida presentes y legitimadas en Chile solo ha aumentado durante los últimos años. Y aumentará más con el tiempo. Trataremos, cada vez más, con lo extraño y lo ajeno en nuestro espacio público. Y ello exige, creo, recuperar una preocupación por las formas de convivencia que hacen más suave y fácil ese flujo de interacciones cotidianas. La cortesía y los buenos modales son un lubricante de la convivencia, permitiendo que lo colectivo no se experimente como una especie de infierno.

Dejar pasar a los demás, salir con tiempo para no estar empujando en el trayecto, usar la pista de aceleración solo para pasar a otros autos, jamás utilizar la berma si no es para una emergencia, no saltarse las filas, ceder el puesto si es necesario, pedir perdón si se incomoda a alguien y, en general, actuar con una disposición colaborativa y tranquila cuando se está con otros, en vez de apelando a la nefasta “viveza chilena”, que no es más que una forma de abuso que entorpece todo, parece un razonable propósito de Año Nuevo. Buen equipaje para nuestro sueño de una noche de verano.

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