Columna publicada en Qué Pasa, 22.12.2017

“Ganaron por pura campaña del terror, por el cuento de Chilezuela”, dicen los barsas de un lado. “Triunfaron los valores y las ideas de la derecha”, dicen los barsas del otro. Recién conocidos los resultados, la izquierda desató en redes sociales una catarsis impresionante e impúdica, roteando a diestra y siniestra con la fórmula de “facho pobre”, indignados porque el pueblo no les diera en el gusto. Algunos, suponiendo que los pobres están obligados a ser de izquierda, lanzaban un “desclasado” con el mismo tono despectivo que una señora pituca diría “ordinario”. Otros, como el novelista Baradit, suponiendo que ser de izquierda es ser culto, sentían compasión por las masas ignorantes que votaban, según él, en contra de la posibilidad misma de adquirir la cultura que les permitiría ser de izquierda. Las mismas masas que le pagan el sueldo comprando sus compendios de copuchas históricas. Indignación a lo Hillary Clinton que terminó con algunos redseteros compartiendo imágenes con la declaración #NoEsMiPresidente y otros realizando operaciones aritméticas para mostrar que el porcentaje de votos de Piñera, en relación al padrón total de personas habilitadas para votar, era menor al 50%. Cosa que no les molestaba cuando Bachelet pasaba la máquina desde La Moneda. Y es que cuando la democracia no les complace, entonces ya no les gusta tanto.

En la derecha, mientras tanto, los barsas cargaban el triunfo de significados hasta convertirlo en una especie de árbol de Pascua. Significados asignados de manera absolutamente arbitraria. “Las ideas, los valores… Dios”. “Las libertades individuales, el progreso… el mercado”. Todo el aparato retórico de la versión vulgar del “fin de la historia”. Como si Piñera fuera Napoleón entrando a Jena en 1806 o algo así. Lo que queda del Chicago-gremialismo, en tanto, celebra como si los ochenta estuvieran de vuelta. Y los personajes totalmente devaluados de la UDI, partiendo por su presidenta, que con suerte se atreven a hablar con los medios de comunicación, se sienten de lo más legitimados. Back in business.

En medio de este desorden interpretativo, Piñera vuelve al gobierno con el mandato popular más ambiguo posible. Con un pueblo que le entregó un inesperado porcentaje en primera vuelta al Frente Amplio, y que luego lo validó a él con el mayor triunfo presidencial desde Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Y deberá desentrañar ese mandato, y tratar de darle cauce y conducción, todo lo que exige un grado de sofisticación intelectual y política que, hasta ahora, es absolutamente ajeno a la derecha.

La centroderecha, como proyecto histórico, nunca ha estado bajo una amenaza más grande que ahora. No está madura para gobernar, pero está en el gobierno. Sus flancos son miles. No ofrece todavía un horizonte de sentido o de justicia al cual apelar. Ganó por representar un mal menor, frente a una izquierda radicalizada que abandonó el centro para lanzarse en un proyecto refundacional. Y sí, se puede ganar con una enorme votación sólo por representar un mal menor.

El desafío de Piñera es convertirse en una bisagra entre la derecha del pasado, la derecha de la transición que se contentó con bloquear iniciativas legales que fueran muy de izquierda, y una nueva derecha, con vocación de mayoría y un proyecto político centrista. Si no lo logra, será simplemente un tapón: no surgirán nuevos liderazgos, su gobierno acabará en cuatro años, se le entregará el poder a una izquierda quizás más radical que la actual, y la derecha se despedirá por un buen tiempo de La Moneda.

Ponderar los argumentos de los barsas de cada bando sirve para comenzar este camino reflexivo. Primero la “campaña del terror”. Lo interesante no es que la gente exprese sus miedos respecto al adversario en periodos electorales. Eso pasa siempre. Por eso, podría decirse, siempre hay “campañas del terror”. Guillier, sin ir más lejos, afirmaba en los barrios pobres que con Piñera se acabarían todos los beneficios sociales. Y amenazaba a los empleados fiscales con despidos masivos si no ganaba él. Sin embargo, estos miedos parecen no haber “prendido”. El miedo al populismo, en cambio, sí. Y la pregunta realmente interesante, que la izquierda no quiere hacerse, es por qué. ¿Por qué hay miedo al populismo? La izquierda barsa piensa que es por puro engaño e ignorancia.

“Miren a Guillier, imposible más moderado”, decía la izquierda barsa. Imposible más moderado, e imposible más débil. Bachelet misma se lo apropió durante la campaña hasta convertirlo en una especie de imbunche continuador del “legado”, que consiste, entre otras cosas, en el abandono del centro por parte de la izquierda, en desmedro de la Democracia Cristiana y en favor del Partido Comunista. Los gestos finales de Guillier al Frente Amplio, citando al Che, poniendo a Fernando Atria a cargo de su programa constitucional y prometiendo “meterles la mano en el bolsillo a los ricos” para perdonar el CAE, mostraban su poco margen de maniobra. Y ni hablar de sus contorsiones durante el debate presidencial, que terminaron haciéndolo afirmar que llevaría adelante algo que no tenía idea cómo financiar.

¿Era una ridiculez temer que un Presidente débil, obligado a satisfacer al Frente Amplio con un programa fiscalmente irresponsable y empujado por un proyecto refundacional, pudiera ponernos en una senda populista? Lo razonable parece más bien lo contrario, independiente de que Guillier, en particular, sólo tenga de radical el partido. Luego, la izquierda barsa debería aplicar, en vez de su roteo progre, algún grado de autocrítica. Y Piñera debería aprovechar el voto de preferencia por la moderación que el miedo al populismo implica, y redoblar sus esfuerzos por moverse hacia el centro político: hacia el reformismo gradual, los grandes acuerdos y la economía al servicio de programas sociales que prioricen a los más vulnerables. Sin miedo a usar el Estado cuando sea necesario y eficiente. Y sin calificar la desigualdad políticamente problemática como “irrelevante”. Parte del mandato popular, está claro, es alejarse de los proyectos de izquierda continentales. Perseverar en nuestro progreso material y expansión de las libertades públicas. Pero eso no es lo mismo que apoyar a la derecha. De hecho, es primordial que Piñera revise nuevamente las propuestas de Lagos y de Goic, así como sus equipos de gobierno, y adopte explícitamente las políticas bien orientadas que ahí encuentre, además de tratar de reclutar a sus mejores exponentes, como Máximo Pacheco o Iván Poduje.

Luego están los barsas de derecha, que creen que la gente los adora. Piñera, en vez de su foto, debería colgar en la muralla de la oficina de cada cargo político un cartel que diga “vencer no es convencer”. Porque ganaron por ser la alternativa menos mala, no por seducir a las mayorías con algún tipo de proyecto o visión de futuro. Esto, lo segundo, debe ser uno de los principales objetivos del gobierno, no algo que pueda darse por supuesto. Especialmente considerando que Piñera no ganó en ninguna comuna popular de Santiago: hay un mundo por comprender y convencer. Y para conseguirlo, nuevamente hay que atender a las sorpresas electorales. En este caso, al resultado, con una mala candidata, del Frente Amplio, y a la gran cantidad de “viejos estandartes” que quedaron regados por el camino.

No es que nadie les crea hoy a los políticos. Lo que pasa, lo que se ve, es que nadie les cree a los políticos que están profundamente cuestionados. Como todos los representantes de la UDI que medran en el Congreso, pero ni siquiera pueden hablar con la prensa. Y no es que haya una demanda por una pureza calvinista, sino simplemente por algo de decencia. Luego, se puede criticar el “purismo” frenteamplista, y no por eso justificar lo impresentable de muchos de los actores políticos tradicionales. Piñera sabe esto, y deberá él mismo ser un poco barsa (no es que le cueste). Deberá fijar un estándar por sobre el de su propio personaje, y armar un gobierno con puros personajes espartanos. Esto hará que la mayoría sean jóvenes, aunque también puede reclutar cuadros por fuera de la política, con la condición de que la comprendan. El punto es que tendrá, también, que chequearlos por todos lados antes de subirlos al carrusel gubernamental. En eso se jugará mucho la legitimidad del gobierno. No sólo porque el gabinete y los cargos relevantes serán asediados por todos lados por la oposición, sino también porque de su legitimidad dependerá, en buena medida, la imagen y proyección del gobierno.

Por último, a nivel ideológico, Piñera debe crear las condiciones para que la derecha le cierre definitivamente la cortina al discurso ochentero, y adopte una nueva línea. Debe ponerse al día el pacto entre cristianismo y economía social de mercado, acentuando en lo primero más lo social que lo sexual, y en lo segundo más la justicia y sustentabilidad que la rentabilidad. Y hacerle mucho más espacio a la sociedad civil, no confundida ya con el mercado. El progreso, el desarrollo, deben comenzar a tomar cuerpo en una visión concreta, en vez de en una mera abstracción.

El estilo de gobierno, finalmente, debe ser también más honesto y transparente. Piñera debe hablarles a los chilenos como un gerente a la junta de accionistas, explicando la lógica detrás de sus decisiones, y los resultados obtenidos. Esto debería acomodarle. Debe ser franco respecto a las prioridades del gobierno y a la justificación de esas prioridades en el plano de la justicia. Debe crear conciencia tributaria en la población, explicando cómo se está disponiendo del dinero de los contribuyentes. Y esto debe ser replicado por cada ministro. Sin manipulaciones burdas de datos ni letras chicas. Instalar y legitimar un estilo de gobierno de este tipo será una gran salvaguarda para nuestras libertades en el futuro, gobierne quien gobierne. José Antonio Kast, con todos los defectos que pueda haber tenido, mostró que la franqueza es un atributo valorado. Y eso debe ser, también, recogido.

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