Columna publicada en La Tercera, 13.12.2017

Si las campañas se definen en función de ciertos momentos claves, el debate del día lunes puede haber marcado una inflexión. Después de una semana para el olvido, Sebastián Piñera volvió a tomar -aunque fuera parcialmente- el control de la situación, cuestión que no ocurría desde hace meses (en la primera vuelta los tiempos estuvieron manejados por los outsiders). Por de pronto, es claro que el formato mismo de la contienda favoreció al ex presidente. Es quizás la primera vez que vemos en Chile un debate digno de ese nombre, que permite la interpelación y confrontación directa entre los candidatos.

En esa lógica, Guillier tenía mucho que perder, pues Piñera posee astucia, mente rápida y números en la cabeza (le brillaron los ojos como a un niño cuando pilló a su adversario con la recesión de 2009), mientras que el senador no cuenta con capacidad de respuesta en el área chica. Lo suyo son las generalidades, las respuestas largas y el extraño talento de dar vueltas sin responder. Si esos defectos pasaron desapercibidos cuando la mesa tenía ocho comensales, el lunes quedaron en cruel evidencia. Guillier, por más que le pese, entiende poco de lo que habla y, en ese plano, el contraste con Piñera es brutal. Este último logró modificar la sensación ambiente, tan decisiva en ausencia de datos y encuestas.

Ahora bien, nada de lo dicho quita la cuestión central: gobernar Chile es cada vez más difícil y, peor, esto no preocupa a los candidatos. La campaña de segunda vuelta ha sido muy sintomática de cuán desorientada se encuentra buena parte de nuestra clase política. Por un lado, cada bando ha renunciado sin mayores escrúpulos a sus convicciones, incluyendo negaciones programáticas bien inexplicables. Esto puede entenderse en la desesperación de una elección estrecha, pero la verdad es que las veletas doctrinarias no tienen capacidad alguna de gobernar un país tan complejo como el nuestro, porque a la primera dificultad se quedan sin fuerza argumental.

Así, la política abdica progresivamente de su función más propia, que consiste en mediar y deliberar más que obedecer dócilmente a las reivindicaciones más bulliciosas. Por otro lado, las dos grandes coaliciones tampoco han mostrado mucho talento para ordenarse hacia dentro. ¿Cuál sería el soporte político y los equipos con los que gobernaría cada uno de los candidatos? A días de la elección, sabemos muy poco de aquello, porque los vaivenes han sido muy bruscos. Piñera tiene la mejor opción, pero su triunfo, de darse, será pírrico, y cuesta imaginar algo más difícil que su eventual administración. Sin convicciones ni entorno que lo conecte con el país, Piñera corre el serio riesgo de convertirse en la primera víctima de su estilo y modo de trabajo, en el que siempre han primado más las lealtades personales que la capacidad y el peso político (de allí la insólita figuración de sus hijos). Por su parte, Guillier, de ganar, tampoco la tendrá fácil, pues enfrentará el reto titánico de reconstruir a la centroizquierda, y hasta aquí no ha mostrado el menor talento para una tarea de esa naturaleza. En definitiva, ninguno de los dos tiene la clave para descifrar nuestros enigmas: todo indica que el país tendrá que seguir esperando una respuesta a la altura de los desafíos.

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