Columna publicada en El Líbero, 07.11.2017

La visita del Papa Francisco a Chile, en enero próximo, ha suscitado varias polémicas. Mientras algunos critican la cantidad de recursos que implica su llegada, otros recelan de sus opiniones respecto de ciertos temas presentes en nuestro debate público. También hay quienes miran con escepticismo y desconfianza cualquier asunto de índole religiosa que pueda poner en peligro a nuestras sociedades secularizadas. Sin embargo, desde otro punto de vista, la llegada de Francisco al país constituye una buena noticia, y no sólo para los católicos.

Haciendo eco de las palabras de Jesús a sus discípulos, el lema de la visita papal es “Mi paz les doy”, mensaje que pocos discutirían como necesario para el Chile de estos días. Dadas las circunstancias de polarización política y social, en que el debate público ha estado marcado por altos grados de agresividad, y donde nuestros conflictos y tensiones se han visto teñidos por la violencia, el mensaje de Francisco resulta muy atingente. Y sin duda ése es el carisma del actual pontífice: mediante gestos y palabras ha mostrado una cercanía que busca acoger más que juzgar (caridad que en ningún caso implica faltar a la verdad), que pone el énfasis en aquello que nos une en lugar de eso que nos divide. El Papa nos anima a salir al encuentro del otro, en una sociedad de masas que tiende a la indiferencia y al anonimato.

En su objetivo de hablar tanto a creyentes como a no creyentes, el Papa Francisco nos recuerda que nuestra prioridad política y social tienen que ser los más débiles: los pobres, los niños del Sename, los que están por nacer, los enfermos, los inmigrantes, los encarcelados; en definitiva, los “descartados” de una sociedad que tiende a girar en torno al poder, al éxito y al dinero. Y en ese sentido, él plantea cuestionamientos e interrogantes a nuestro modelo de desarrollo y criterios de justicia, que si bien son incómodos, nos interpelan y ayudan a remover conciencias y estructuras.

Por último, y tal vez es lo más relevante de la visita del Papa latinoamericano, es que su mensaje sin duda constituye un bálsamo para la crisis de sentido que parece aquejar al mundo contemporáneo y donde Chile no es la excepción. Los crecientes índices de suicidios y depresión, de abuso de alcohol y drogas —que afectan especialmente a los jóvenes—, o la erosión de aquellos vínculos y comunidades que constituyen fuentes de significado, son manifestaciones de este problema.

Francisco viene a traer un mensaje de esperanza que es urgente y necesario, incluso para aquellos que no comparten la fe. Las creencias religiosas, como afirma el filósofo agnóstico Jürgen Habermas, tienen la capacidad de crear horizontes de sentido y de articular intuiciones morales, sobre todo en atención a las formas sensibles de la convivencia humana, que hoy sufren los efectos de aquello que él mismo llama una “modernidad descarrilada”.

Se trata, entonces, de mantener una actitud abierta ante una figura cuyo mensaje parece tener un valor de carácter universal que nos interpela más allá de las creencias de cada cual.

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