Columna publicada en El Líbero, 28.11.2017

Es interesante resaltar la polémica reciente en torno a las encuestas. Esto, no por el error de estimación en sus resultados (ya sabemos que toda técnica es falible), sino por el lugar que les asignamos en el debate público. ¿En qué minuto ellas comenzaron a desempeñar una función casi oracular, a ser la principal guía para tomar decisiones en política? Está de más decir que debiéramos ser más escépticos de esta idea.

Lo anterior remite a una pregunta más general acerca del papel de la observación en las sociedades contemporáneas, o al menos las democracias liberales. Nuestra sociedad (lo sabemos desde Foucault) vive intensamente preocupada de sus habitantes, y registra sus preferencias, actividades y creencias con lujo de detalle. Esa peculiar transparencia, ese peculiar saber de sí mismo, se ha vuelto indispensable para procurar el bienestar individual. Pero sus consecuencias exceden el plano material: también es la fuente de una mentalidad específica, una manera subjetiva de interpretar las cosas.

Esa mentalidad, especialmente notoria en quienes se dedican profesionalmente a las ciencias sociales, es obsesiva con los defectos de la sociedad. O más bien, con la enorme brecha que media entre los ideales normativos de la sociedad contemporánea (cohesión, equidad, autonomía, distribución del poder) y su facticidad, su realidad bruta (desintegración, desigualdad, coacción, concentración del poder). Los “poderosos” y el “abuso” quedan paulatinamente descubiertos frente a la mirada que los escudriña.

Pero la democracia liberal burguesa, cuyos defectos mejor hemos llegado a conocer, es al mismo tiempo una de las sociedades más cómodas, pacíficas y estables de los últimos siglos. Y su legitimación es tal que muchos ven (ilusoriamente) en ella el “fin de la historia”, el punto tras el cual ya no quedan desacuerdos ideológicos sobre cómo vivir. La pregunta, entonces, es cómo conciliar nuestra adhesión, fuerte pero contingente, a las formas liberales con la sensación de malestar y decepción. En Chile, el PNUD notó tempranamente esta tensión durante los 90, formulándola como la diferencia entre (dis)conformidad social y satisfacción individual.

Y lo problemático es que nuestra capacidad de observar no puede ayudarnos a resolver el problema, a superar esa tensión. Aquel cuya mirada todo lo atraviesa, decía C.S. Lewis, no ve nada. Necesitamos otra clase de juicio, un juicio histórico o político, una interpretación global, que nos permita sopesar y poner en perspectiva las frustraciones de la sociedad contemporánea frente a las metas que sí ha logrado, sabiendo que la tensión nunca se resolverá del todo. El desprestigio de la tradición ensayística en la academia es un ejemplo muy sintomático de esta carencia. Formular esa narrativa es un ejercicio difícil y delicado, y no tiene mucha capacidad de dejarnos satisfechos. Pero quizá es lo mejor que se puede hacer en un mundo que nunca había conocido tan bien sus límites.

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