Columna publicada en El Líbero, 24.10.2017

Cuando la izquierda promueve una determinada idea o política pública, es recurrente escuchar a políticos de derecha argumentar en contra de ellas o descalificarlas por ser “ideológicas”. Esto se ha vuelto muy común en el segundo gobierno de Michelle Bachelet: todas sus reformas (tributaria, educacional, laboral, etc.) serían “ideológicas”. Las razones que las motivan no son el bienestar del ciudadano, sino la “ideología”.

Pero el uso de esa etiqueta es peligroso y puede esconder una forma simplista de entender el conflicto político. Como ha argumentado Andrés Rosler (Razones Públicas, Katz Editores, 2016), éste se puede entender de dos formas. La primera –“simple”– asume que el conflicto político se debe a que quienes participan en él tienen algún defecto. Son irracionales y/o inmorales: si todos fuéramos racionales y virtuosos no habría conflicto alguno. La segunda forma –“compleja”– entiende que el conflicto político no se debe a la inmoralidad o irracionalidad de los involucrados, sino a un desacuerdo genuino respecto de la decisión política que tomar. Esta posición, contraria a la famosa afirmación de James Madison (El Federalista 51), asume que si todos fuéramos “ángeles”, el gobierno igualmente sería necesario. Por muy excelentes que seamos, en muchas ocasiones habrá distintos cursos razonables de acción, incluso incompatibles entre sí.

El debate, en este sentido, es constitutivo de la política. Así, una comunidad política será sana o estará en forma en la medida en que sus miembros se tomen en serio los argumentos rivales, y estén abiertos a ver lo que hay de verdadero en ellos. Los foros de discusión tienen una razón profunda de ser, y no son un simple dato: ¿para qué tenemos un Congreso si no estamos dispuestos a persuadir y ser persuadidos?

Una visión compleja del conflicto político entiende que la política tiene una cierta autonomía y especificidad. Por eso hay que cuidar de no moralizar las discusiones (los buenos contra los malos) o judicializarlas (los promotores de los derechos humanos, los que se adecuan a la Constitución contra los que no). Al calificar a priori al adversario de ideológico, se está renunciando a tomar en serio su argumento para rebatirlo en sus propios términos. Eso es una forma simplista de entender el desacuerdo en la comunidad política.

Ahora bien, es muy posible que esta práctica se deba a que el concepto es equívoco. En efecto, hay quienes lo entienden como una pseudo religión que edifica un orden social con poca o nula atención al dato de la realidad, y no hay duda de que en nuestra fauna política hay unos cuantos. En estos casos el diálogo suele ser imposible, y quizás ahí la etiqueta valga. Pero si por ideológico se entiende una determinada doctrina o cosmovisión, como las que abundan en el espectro político chileno, ellas merecen ser tomadas en serio al momento de discutirlas.

Nada de lo anterior quiere decir que en la izquierda sí se tome en serio el conflicto y el desacuerdo. El Frente Amplio, por dar sólo un ejemplo, ha demostrado ser insoportablemente moralizador, y por eso el affaire de la candidatura de Mayol sacó tantas sonrisas, también en la izquierda. Con todo, las oportunidades electorales que tiene hoy la derecha deben ser aprovechadas como oportunidades culturales. Si se quiere convencer (y vencer) en las ideas, es mejor dejar de recurrir a la fácil calificación “ideológica” y asumir un rol propiamente político. De lo contrario su destino estará, paradójicamente, prefigurado en sus palabras.

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