Columna publicada en La Tercera, 15.10.2017

Como ocurre cada cierto tiempo, esta semana volvimos a enfrentarnos al tema del narcotráfico y sus redes. Para decirlo en corto, dichas redes –que controlan zonas importantes del gran Santiago– han ido reemplazando las funciones más básicas del Estado, desde brindar protección hasta la organización de la vida social. La segmentación urbana nos permite vivir a pocos kilómetros de esta realidad sin percibirla directamente, y conservar la ilusión de que vivimos en un Estado de derecho relativamente normal.

Al final, nuestro (precario) equilibrio consiste en que los más vulnerables están expuestos, desde la más tierna infancia, a una vida que los más privilegiados prefieren ignorar, y que las clases medias quieren evitar a toda costa. Es posible que hayamos superado la miseria, pero ésta ha sido reemplazada por una nueva marginalidad, cuyos efectos pueden ser letales.

Aunque el problema tiene causas múltiples, me parece que hay al menos dos dimensiones que deberíamos considerar con mayor atención. Por un lado, tenemos serias dificultades en la fijación de prioridades políticas. En un contexto de voto voluntario, hay amplias porciones de la población que no tienen la menor intención de participar en el sistema. No votan y, por tanto, no son prioridad para aquellos que necesitan votos. Se produce entonces una distorsión, pues las políticas públicas no están orientadas a quienes más lo necesitan, sino a aquellos que consiguen mayor impacto en los medios. Al mirar el sacrificio que está haciendo el país en gratuidad universitaria, uno tiene el legítimo derecho de preguntarse si no hay allí un grave problema moral.

La cuestión más urgente en Chile no pasa por el acceso a la educación superior, sino por quienes ni siquiera vislumbran su existencia. Intervenir esa marginalidad es sumamente costoso, porque el problema no es sectorial ni se reduce a medidas puntuales. Mientras no lo tomemos en serio, seguiremos repitiendo un guion conocido: escándalos episódicos que olvidamos apenas podemos.

Por otro lado, será imposible superar estas dificultades si no somos capaces de pensar a la familia como categoría política. No faltarán los que verán aquí un discurso moralizante (o cavernario…), pero se trata de una realidad palmaria: allí donde el entorno familiar es relativamente sólido, resulta posible crear condiciones para rehabilitar el tejido social. En un mundo dominado por estructuras anónimas, la familia sigue siendo un espacio tan privilegiado como indispensable para transmitir el don y la gratuidad, que hacen posible la vida colectiva. Para utilizar la expresión de Cristopher Lasch, la familia es el último refugio en un mundo despiadado, por más que el individualismo dominante nos haga creer que no hay comunidades, sino sólo átomos aislados.

La política pública, en consecuencia, no debe estar orientada tanto al individuo como a ese entorno decisivo donde se juega el futuro de cada cual. Si acaso es cierto que nadie se salva solo, la rehabilitación del cuadro familiar es quizás el desafío más urgente que enfrenta nuestro país.

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