Columna publicada en El Líbero, 05.09.2017

La idea de los derechos sociales goza de alta reputación y ha sido usada transversalmente en esta campaña presidencial, tanto por candidatos de izquierda como de derecha. Sin embargo, es una noción problemática.

Hay dos formas de problematizarla. La primera, común en algunos sectores de la derecha, es negar la relevancia de la distribución y el rol que ocupa ahí el Estado: éste tiene que ser “mínimo”. Algunos son explícitos, se toman en serio el problema y fundamentan su posición; otros no lo piensan mucho y, en su frivolidad, lo despachan rápidamente: “La izquierda es resentida y los pobres son flojos”. Son los que más se vieron sorprendidos por las marchas de 2011 (si se enteraron). Esta versión es bastante conocida, y la izquierda –convenientemente– la suele usar para incluir a cualquiera que se oponga a la implantación del “otro modelo” (el de la Nueva Mayoría), es decir, a los “neoliberales”.

Pero hay otra forma menos conocida de enfrentar el asunto. Consiste en tomarse en serio la idea de que hay ciertas exigencias en nuestra comunidad que las debemos en justicia, pero cuestiona si los derechos individuales son la herramienta más adecuada para comprender y pensar estos problemas. Esta última aproximación asume que mejorar la educación, la salud, o la vivienda, por ejemplo, nos concierne apremiantemente a quienes somos parte de la comunidad; y si bien los primeros responsables somos las personas, también existe cabida para el Estado. Más que mínimo, se aboga por un Estado “justo”.

El cuestionamiento surge porque el lenguaje de los derechos ha probado ser extremadamente complicado. Si uno observa la discusión nacional, ni siquiera hay acuerdo en lo que significa exactamente tener un derecho como para empezar a discutir; y en parte por esto la discusión tiende a ser un diálogo de sordos. Pero hay un problema aún más profundo. Los derechos tienen un aparataje conceptual específico, así como códigos, esquemas, y una métrica de análisis que no suele ser la más idónea para capturar los aspectos comunitarios de la vida social. Y los que llamamos “derechos sociales” se ubican exactamente en este terreno. Sin duda los derechos, en particular después de la II Guerra Mundial, han probado ser una herramienta eficaz para expresar lo que la justicia exige. Pero su óptica es limitada, porque miran las relaciones de justicia desde un ángulo en particular: el del beneficiario. Ahí radica el problema, pues los complejos problemas de educación, salud o vivienda requieren ser pensados con herramientas que incluyan ópticas más amplias.

¿En qué consistiría algo así? No es fácil dar una respuesta inmediata, porque nuestra cultura está altamente juridificada, repleta de términos legales. Así, tendemos recurrentemente a expresar nuestras grandes preocupaciones, nuestros más altos ideales, en el lenguaje de los derechos. Asimismo, las controversias que en algún momento fueron abordadas por otras disciplinas –como la política o la reflexión moral– se enmarcan hoy como problemas “constitucionales”. Los “expertos en derecho constitucional” son los nuevos economistas de la discusión pública, y la ilusión de solucionar las tensiones que nos ha traído la modernidad por medio de una nueva Constitución se debe en gran parte a este fenómeno.

Lo que sí es seguro es que la justicia puede ser expresada por otros medios. La subsidiariedad, por ejemplo (no como la han caricaturizado en la Nueva Mayoría, o en algunos sectores de la derecha), permite capturar órdenes de justicia entre las personas y la comunidad. Pensar las cosas subsidiariamente implica pensarlas comunitariamente. Pero la reflexión en torno a la subsidiariedad es aún demasiado insuficiente. Hay ahí, por lo tanto, un lugar para explorar.

Como sea, Chile se encuentra en un buen momento para este tipo de reflexiones. El fin de la transición, las paradójicas frustraciones de la modernidad y el fracaso de este Gobierno ofrecen una buena oportunidad para que –en especial en estas elecciones presidenciales– se definan las bases según las cuales se entenderá el país por las próximas décadas. Un esfuerzo de este tipo se encuentra en el reciente libro colectivo El derrumbe del otro modelo (IES-Tajamar, 2017), y quien quiera aprovechar esta oportunidad encontrará ahí un buen punto de partida.

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