Columna publicada en La Tercera, 03.09.2017

Si acaso es cierto que la actividad política se caracteriza por la capacidad de lograr acuerdos entre grupos de distinto signo, lo menos que puede decirse es que este gobierno ha fracasado rotundamente. Esto ocurre porque la Presidenta -más allá de su voluntarismo y de su triunfo de 2013- nunca ha dejado de tener enormes dificultades para comprender que, en democracia, el ejercicio del poder implica una dimensión colectiva. El gobierno de una persona debe ser también el gobierno en torno al cual muchos convergen.

La memoria de Michelle Bachelet es persistente y, por lo mismo, se prometió no olvidar cuán intervenida se sintió con la llegada de Edmundo Pérez Yoma a su primer gobierno. Con la férrea voluntad de no volver a permitir nada semejante, y de mantener el mando firme a cualquier costo, la Mandataria ha ido radicalizando esa curiosa estrategia de rodearse de personas de mucha confianza, pero sin peso específico. Un caso insigne es el de Nicolás Eyzaguirre, talentoso ministro de Lagos, que se ha transformado en una pantomima de sí mismo, incapaz de darle a todo esto la menor conducción (todo sería por “mala pata”). Eyzaguirre eligió, para quedarse en el gobierno, una mal entendida lealtad personal, en desmedro de la lealtad política propia de la democracia (que implica ejercer contrapesos internos).

Así, la Presidenta se ha ido rodeando de un círculo hermético de incondicionales que cumple (supuestamente) la función de protegerla, pero pagando el alto costo de desconectarla completamente del mundo real. Eso explica que sus intervenciones sean torpes, como a destiempo, a intervalos y casi siempre molesta. Es cierto que nuestro régimen es presidencial, pero un presidencialismo bien entendido tiene por función aunar criterios, construir confianzas, conciliar voluntades y constituir equipos de trabajo capaces de resolver los desacuerdos. Cada vez que Michelle Bachelet se ha visto enfrentada a una dificultad, termina cediendo a la tentación de insistir en su encierro, de seguir estrechando su radio de acción y su base política. Por eso, no resulta fortuito que su coalición se haya quebrado, y que las críticas más severas a su administración no provengan de la oposición, sino de las propias filas oficialistas.

En el fondo, Michelle Bachelet ha renunciado a la política democrática en beneficio de una comprensión cuasi monárquica del poder. Por extraño que suene, es el resultado lógico de la gestación de su segunda candidatura a Palacio: recibida como salvadora de una coalición agonizante, impuso su programa sin aceptar diálogo ni discrepancias y diseñó un gobierno despreocupándose de los equilibrios políticos. El último acto de este gobierno estará marcado por un bacheletismo de alta intensidad. Será un último acto coherente (nadie podrá apartarse de la línea), y también completamente solitario. Al menos ya sabemos que el bacheletismo ha sido muchas cosas -una ilusión, un carisma, un triunfo electoral, una historia personal-, pero que nunca logró encarnar una actividad política digna de ese nombre.

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