Columna publicada en T13.cl, 22.09.2017

Carlos Peña nunca se dejó arrastrar por ellos. Rafael Gumucio les perdió rápidamente el cariño. Carolina Goic les avivó la cueca, primero, y terminó llamando a los carabineros, después. Patricio Fernández, del The Clinic, se enamoró de ellos y le rompieron el corazón. La generación estudiantil del 2011 alcanzó, en parte, las repercusiones que alcanzó, porque causó un terremoto emocional y político en la generación anterior, aquellos de edad mediana que habían estudiado durante la dictadura y se habían consolidado como adultos en los 90, a la sombra de los hombres fuertes de la transición, que eran sus padres. Algo había en la insolente belleza juvenil de “Camila”, en la arrogancia de “Giorgio” y en el cuidado descuido estético de “Gabriel” que sedujo a muchos cuarentones y cincuentones hasta hacerles perder la cabeza. Un erotismo político y una vitalidad que ellos no se habían permitido. Un desenfado para mandar a la cresta a “los viejos que administraron el modelo de la dictadura” que la generación anterior, sumida en la crítica irónica, jamás habría siquiera soñado. Así, la rebelión estudiantil terminó siendo acompañada por otra, la rebelión de los “jóvenes de la transición”, que no se habían atrevido a matar a sus padres en su momento, pero observaban emocionados cómo las balas de la nueva generación se dirigían hacia ellos. No por nada Fernando Atria, quizás la versión más intelectualmente sofisticada de la juventud transicional, abre su libro “Neoliberalismo con rostro humano” citando a Leonard Cohen cuando se queja: “Me sentenciaron a 20 años de aburrimiento/ por tratar de cambiar el sistema desde adentro/ ahora vengo, vengo a darles su merecido”.

La rebelión de los “jóvenes de la transición” resultó, sin embargo, patética. Al poco andar la ilusión inicial fue desapareciendo, dejando como remanente, en muchos de ellos, una leve sensación de vergüenza. Y es que el movimiento estudiantil no sólo estaba dispuesto a arrasar con los hombres fuertes de la transición, sino con muchas otras cosas, no todas despreciadas por la generación anterior. De a poco, entonces, la adultez comenzó a ser revalorada y reivindicada. No por todos, pero por varios. Y esto le dio un espacio para defenderla a quienes nunca habían dejado de valorarla. Entre ellos, Óscar Landerretche, que en su último libro “Chamullo” dirige fuertes dardos a la pretensión de pureza juvenil, al igual que Rafael Gumucio en “Contra la inocencia”. Y Miguel Orellana Benado, que las emprende contra el “triestamentalismo” universitario y reivindica la autoridad académica en su último libro “Educar es gobernar”.

Orellana, doctor en filosofía en Oxford, luego de largo tiempo de relativo silencio, ha dedicado los últimos años a incursionar en el debate público sobre educación. El 2013 publica “Enriquecerse tampoco es gratis. Educación, modernidad y mercado”, y en diciembre de 2016 aparece este nuevo libro. En él se dedica a desarticular la reivindicación triestamentalista -la idea de que las universidades deben ser cogobernadas por comités paritarios de profesores, estudiantes y funcionarios- y reivindicar las jerarquías académicas basadas en el mérito.

Al clásico, y sólido, argumento contra el cogobierno que apela al carácter pasajero del “estamento” universitario que lo inhabilita para ser plenamente responsable de las decisiones institucionales que promueve, Orellana suma varios otros. Primero, destaca que la gama de puestos y funciones abarcada bajo el título de “estamento funcionario” vuelve su supuesta unidad de propósito e identidad de grupo más bien imaginaria. Luego, pone en evidencia que ninguna universidad en el mundo utiliza un sistema de gobierno semejante, y se pregunta irónicamente si en Chile se estará realizando una innovación que a las mejores universidades mundiales, algunas con mil años de historia, se les había escapado de vista. En tercer lugar, destaca que en una comunidad de conocimiento no pueden ser iguales quienes han dedicado años a esa labor, y quienes recién comienzan a estudiar. Es más, el aprendizaje de los segundos demanda una jerarquía. Por eso “educar es gobernar”: exige una estructura de autoridad y una disciplina. Y esa estructura de autoridad no puede ser “paritaria” ni “triestamental”, lo que no significa, aclara el autor, excluir por completo a funcionarios y estudiantes de asuntos administrativos relacionados con sus problemas e intereses, sino simplemente acotar su participación a aquello que les incumbe, de lo que saben y de lo que pueden hacerse responsables.

¿Por qué, se pregunta luego Orellana, una idea tan mala como la triestamentalidad ha cundido en algunas universidades chilenas? Y responde que se debe principalmente a la nostalgia de algunos miembros de la comunidad universitaria y del aparato educacional del gobierno central por la experiencia de la reforma universitaria de fines de los 60, mezclada con la idealización de ese proceso por muchos jóvenes, y el rechazo a la política educacional de la dictadura de Pinochet y sus consecuencias. A la preferencia inconfesada por la triestamentalidad de muchos profesores y altos mandos de gobierno Orellana lo llama, aludiendo al amor prohibido entre Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas, “el amor que no se atreve a decir su nombre”. A este factor histórico-político se suma el hecho de que los profesores que no se dedican principalmente ni a la buena docencia ni a la investigación (y que a veces sueñan con seguir una carrera política) y los estudiantes que van a la Universidad a hacer carrera política, y no principalmente profesional o académica, cuentan con mucho más tiempo y motivación que los demás para copar, aliados, por vías institucionales o de facto -como los paros y las tomas- los espacios de la universidad, y conducirlos, excluyendo a los demás. Y muestra que existe una afinidad política entre estos subgrupos de profesores y estudiantes y la bandera del cogobierno y la triestamentalidad. Lo mismo que muestra crudamente, para el caso argentino, la película “El estudiante” (2011) de Santiago Mitre.

Este último elemento es particularmente interesante, ya que, sin buscarlo directamente, Orellana muestra muy bien cuáles son las condiciones estructurales que favorecen una politización hacia la izquierda triestamentalista de universidades que tradicionalmente han reclamado -para demandar más apoyo del Estado y excluir a otras universidades- que son espacios públicos neutros y sin agenda política, como la Universidad de Chile. El acuerdo del 2015 entre la FECH y la rectoría, firmado por el actual rector Ennio Vivaldi para lograr liberar la casa central de la Universidad de una toma y reproducido íntegramente en el libro, es un testimonio transparente del control e influencia que estos grupos de izquierda pueden llegar a tener. Algo que ha sido muchas veces mencionado en el debate público, pero que los rectores de las universidades estatales se han negado sistemáticamente a reconocer.

Por último, Orellana advierte que el triunfo del triestamentalismo en las universidades puede significar el fracaso definitivo del país en la posibilidad de avanzar hacia el desarrollo o, al menos, hacia una mayor prosperidad, abriendo la puerta para una nueva crisis social como la de los años 60-70. Esta advertencia es, quizás, lo más débil del libro, ya que el autor nunca logra explicar la extensión de esta amenaza más allá de la Universidad de Chile y su Senado Universitario, los dirigentes universitarios de algunas otras estatales y la CONFECH. Pero al menos la documenta perfectamente para el caso de la Chile, lo que no deja de ser importante, tratándose de una de las más prestigiosas del país. En otras palabras, si su diagnóstico no alcanza para convencer de que el país podría fracasar inminentemente, sí alcanza para advertir que la universidad más antigua y prestigiosa de él, alguna vez parte de la columna vertebral de la república, se encuentra seriamente amenazada. Y eso no es poco.

En suma, este libro es muy recomendable para quienes están preocupados por el destino de la educación universitaria, y no sólo por el régimen de propiedad de sus edificios o el costo de sus aranceles. Y también para todos aquellos adultos alucinados con el 2011 que hayan decidido, finalmente, desapendejarse y tomarse en serio sus responsabilidades con el país.

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