Columna publicada en La Tercera, 06.08.2017

La resurrección de Carolina Goic -luego de una semana marcada por presiones, declaraciones inflamadas y el eterno fantasma de la traición interna- es quizás la última oportunidad que la historia le brinda a la Democracia Cristiana para darle un giro a su dilatado proceso de disolución política. La senadora por Magallanes puso todo su capital político en juego para preservar una convicción: exigir de sus candidatos al parlamento un estándar ético mínimo. Más allá de las maniobras (que no faltaron de lado y lado) es un hecho lo suficientemente llamativo como para ser destacado.

Con todo, si Carolina Goic quiere tomarse en serio la situación que ella misma creó, debe asumir que este es solo el comienzo de un camino tan largo como tortuoso. La primera dificultad guarda relación con la fragilidad de su partido, cruzado por divisiones políticas y personales. En ese contexto, se hace indispensable un trabajo doctrinario de fondo, capaz de dar cuenta de los profundos desafíos que enfrenta el país (y no bastan los llamados a una moderación sin contenido). La Democracia Cristiana se inscribe en una tradición intelectual y política que tiene mucho que decirle al país actual, y resulta absurdo que lleve tantos años silenciada en función de intereses pequeños y acomodos pasajeros (y la misma Goic no ha sido ajena a ellos). Para recuperar su identidad y su peso específico, la DC debe abandonar esa extraña tentación de inclinarse sistemáticamente hacia su izquierda; tentación que, a fin de cuentas, la condena a ser estéril políticamente. Un centro vigoroso no puede, por ejemplo, tener un alianza de gobierno con el Partido Comunista sin perder buena parte de su coherencia, ni asumir acríticamente las tesis individualistas del socialismo liberal, ni menos defender programas de izquierda alegando luego no haberlos leído. Si este trabajo es realizado seriamente, no es descabellado pensar que Ricardo Rincón puede ser sólo el primero de los caídos en la batalla.

Por otro lado, la senadora -y con ella el partido- debe hacerse el firme propósito de dejar de mirar obsesivamente las encuestas, pues su proyecto sólo cobra sentido en el largo plazo. No se trata de ganar las elecciones de este año, y ni siquiera se trata de conservar la bancada parlamentaria: se trata de tener algo que decirle al país en los próximos lustros. Mientras la izquierda más dura se articula en el Frente Amplio, y el oficialismo duerme la siesta con Guillier, la Falange tiene la oportunidad de sembrar para el futuro. Para lograrlo, Carolina Goic cuenta con una ventaja: la Democracia Cristiana parece haber quemado las naves. Ya no será posible negociar por detrás su bajada, ni volver a un pacto parlamentario con la Nueva Mayoría. La Falange está condenada a enfrentar su propio destino, después de haberlo eludido durante muchos, demasiados años. Al fin y al cabo no es una mala noticia: la apuesta existencial siempre tendrá más valor que la intrascendencia gelatinosa. Aunque dé vértigo.

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