Columna publicada en T13.cl, 04.08.2017

Un estadista, un líder democrático cualquiera y un populista se distinguen, entre otras cosas, por su legado. El estadista deja las instituciones organizadas y operando mejor que cuando las recibió, o es el creador de un nuevo entramado de ellashecho para durar cientos de años. Un líder cualquiera, en cambio, simplemente le saca trote a lo que hay, sin dejar un legado institucional. Un populista, finalmente, se caracteriza por destruir las instituciones, reemplazándolas por un vínculo personal entre él y el pueblo. Caído el líder, cae también el orden creado a su alero.

La usurpación de funciones de los demás poderes del Estado en Venezuela viene a confirmar por décima vez que Chávez no era un estadista, sino un líder populista con ínfulas de Padre de la Patria. El entramado institucional que pretendió construir, su Constitución, apenas ha sobrevivido a su muerte. Sus medidas políticas y económicas eran una bomba de tiempo que sólo la muerte evitó que le explotara en la cara. Y los fundamentos de la libertad y la prosperidad del pueblo venezolano se encuentran totalmente desprotegidos frente a los abusos de un Presidente con ambiciones tiránicas y rodeado de una camarilla de pandilleros y delincuentes, como Maduro.

La división de poderes en el país ya no es más que cosmética, la inflación se encuentra desatada (720% este año, 2068% proyectado para 2018, según el FMI), la autonomía alimentaria desapareció (hoy dependen principalmente de Colombia), el hambre va en aumento, el desabastecimiento es dramático, la violencia y la delincuencia callejeras están fuera de control (con 70,1 muertos por cada 100 mil habitantes, es el segundo país del mundo con mayor tasa de homicidios, sólo superado por Honduras), y la cacareada independencia económica ha terminado en una prostitución absoluta a los capitales chinos y norteamericanos. La industria petrolera estatal, quebrada, saqueada y sin fondos para nuevas inversiones, sólo puede ser vendida a precio de chatarra al mejor postor (como Goldman Sachs, que compró los “bonos de hambre” con un descuento del 69% para hacer una jugosa “pasada”). La libertad de prensa es un chiste, los presos políticos se multiplican, y la libertad de desplazamiento se encuentra severamente limitada.  Más ahora, que casi ninguna línea aérea sigue operando en el país. Los resultados de la elección para la asamblea constituyente inventada por Maduro para terminar de barrer a la oposición son, en este escenario, sólo la guinda podrida de la torta: la que acaba por destruir la ilusión de que el sistema electoral no se encuentra intervenido. Maduro es hoy poco más que un Sadam Husein con guayabera.

Hablar, entonces, de “democracia imperfecta” cuando no hay democracia, como han hecho la Confech y Revolución Democrática en nuestro país, es simplemente cobarde. Lamentarse por la “delicada situación” de un país sometido a ese escenario, y multiplicar parabienes y falsos llamados al diálogo mientras entre la policía y los paramilitares se está masacrando a la población civil de otro país (de los 21.752 homicidios del año pasado en Venezuela, 5.000 fueron por balas policiales, y sólo en las protestas de este año van 112 muertos) y el hambre mezclada con violencia se toman las calles, es ser pusilánime e hipócrita. Es una nueva pose narcisista y frívola de un movimiento que amplios sectores de la población chilena de centroizquierda miraba con esperanzas de renovación. Y, sin embargo, su renovación no ha consistido más que en replicar la cobardía que la izquierda del mundo civilizado mostró en su momento frente al estalinismo (incluso con odas vergonzosas, como la de Neruda) y en desaprender lo aprendido por nuestra izquierda criolla luego de conducir un tremendo fracaso político, económico e institucional con Allende, y mamarse 17 años de dictadura militar. No tienen centros intelectuales capaces de ejercer una reflexión crítica a la altura de lo que hicieron CIEPLAN, FLACSO, SUR, el Centro de Estudios Humanísticos y la red de editoriales que le dieron densidad intelectual y política desde los 80 a lo que fue luego la Concertación, permitiéndole 20 años de gobiernos exitosos. No tienen ni siquiera libertad de opinión interna: la respuesta brutal e inmisericorde de uno de los partidos del Frente Amplio a Javiera Parada por criticar la tiranía venezolana y el tosco “control de cuadros” ejercido contra Beatriz Sánchez por osar cuestionar al gobierno de Allende lo reflejan, tal como las viscerales críticas a Gabriel Boric o a Jorge Sharp cuando muestran cualquier mínimo signo de madurez o ponderación. Y, en términos de responsabilidad, ni hablar de Revolución Democrática: del Mineduc y de la Municipalidad de Providencia salieron recibiendo sueldos millonarios, para luego no asumir responsabilidad política alguna por las malas gestiones de esos organismos. En suma, no parecen ser, hasta ahora, el rostro de una nueva izquierdasino simplemente el último capítulo de la decadencia de la vieja. Una reproducción a nivel nacional del patético “quién es más de izquierda” de la política universitaria. La versión de Broadway o Barrio Italia de la izquierda trágica de los años 70. Una leve pose descontextualizada, coro hipster de la sinvergüenzura totalitaria que los comunistas chilenos -que jamás renegaron de Stalin y que hasta hoy alaban a los regímenes criminales más infames del mundo- siempre han mostrado.

Pero el espejo venezolano no sólo pone bajo una severa luz a nuestra juventud izquierdista. También trae advertencias a nuestros sectores dirigentes: Chávez no emergió de la nada. De hecho, vino a llenar, con populismo, un vacío de autoridad, una vez que la oligarquía venezolana y sus élites políticas cayeron definitivamente en desgracia. Si uno revisa las cifras venezolanas del periodo anterior a Chávez verá un país riquísimo, saqueado por los cuatro costados y con una mayoría del pueblo sumergido en la pobreza, que entre 1994 y 1996 abarcó entre el 60 y el 70% de la población. Justo antes de que Chávez llegara al poder. Y justo antes de que el petróleo comenzara un ciclo de diez años al alza que despegó en 1999 y llegó a su tope el 2008, para desplomarse el 2009. El ciclo que mantuvo a Chávez en el poder, que le entregó fondos para repartir (la pobreza en Venezuela se mantuvo en un 35% entre 2007 y 2013, para luego llegar a un 55% el 2014 y a un 80% en 2015-2016) y cuyo severo final sólo tuvo que aguantar 3 años, antes de morir en marzo de 2013. El chavismo, al igual que sus predecesores, robó, es cierto; pero a diferencia de ellos, repartió también el botín con los más pobres, hasta que se acabó. Hoy Venezuela volvió a ser tan pobre y desigual como antes de Chávez y el boom petrolero, pero con una capacidad instalada pulverizada tanto en el área alimentaria como en la petrolera (y con mejorías en cobertura educacional que otros países, como Chile, están aprovechando gracias a la migración de profesionales). Las cifras lo reflejan de manera perfecta. ¿Cuál es la lección? Que un sistema político desprestigiado, un orden social injusto y radicalmente desigual, y un ciclo favorable de materias primas son una combinación letal, muy favorable al populismo. ¿Qué separa hoy a Chile de una situación como esa? Sólo nuestra masiva, aunque frágil, clase media (que tiene algo que perder) y el envejecimiento de nuestra población, ya que el radicalismo político siempre aparece más vinculado a países “jóvenes” (un 55% de la población venezolana es menor de 30 años, mientras que en Chile ese grupo alcanza sólo al 40%). No es poco, pero tampoco es mucho.

¿Qué pasará ahora con Venezuela? Las cosas no pintan bien. Un camino institucional hacia la paz se ve difícil, ya que no hay institucionalidad. Y si Maduro, que está muy debilitado y por eso se ha vuelto cada vez más tiránico, quiere dárselas de dictador, tiene al menos que proveer los bienes que desde la época de los romanos se esperan de ellos: orden, seguridad, disciplina. Sin embargo, nada de esto parece posible si se administra una economía quebrada, un ejército con mentalidad clientelar y mercenaria, y un conglomerado político atravesado por redes de corrupción que llegan hasta el narcotráfico. Un dictador que a los males de una crisis democrática sume los males de la dictadura, sin añadir nada positivo, es un dictador muerto. ¿Y la oposición? ¿Puede gobernar la oposición? Sin instituciones y sin un ejército y una policía leales al régimen democrático, parece imposible. Si no hay condiciones para una salida institucional significa, justamente, que no hay condiciones para que gobierne algún adversario político del tirano.

En suma, aunque me encantaría estar tan equivocado como Tironi respecto a las primarias, las salidas visibles son muy poco auspiciosas. O bien Maduro intenta consolidarse como dictador  y se dispone a pagar el enorme costo en vidas civiles que eso puede significar, además del riesgo de un fraccionamiento del chavismo que termine en un golpe militar en su contra, o bien se da ese golpe militar, que sería un golpe militar chavista, antes de que ello ocurra, y ponen a un militar o a una junta militar a cargo del país. Una tercera opción es un estallido popular o un levantamiento militar (o lo primero apoyado por lo segundo) que restaure la Constitución y llame a elecciones de inmediato. Algo así como lo que la Democracia Cristiana esperaba de la junta militar en Chile. Cualquiera de los dos primeros escenarios es sangriento, y ninguno promete necesariamente tener éxito, incluso en sus propios términos: una dictadura militar débil, corrupta e ineficaz siempre puede ser derrocada y reemplazada por otra dictadura militar, como fue en el caso argentino, profundizando el derramamiento de sangre sin avanzar un sólo paso hacia la consolidación de algún orden que permita una salida. La tercera opción, por otro lado, no parece muy plausible, ya que las posibilidades de que la restauración de la Constitución signifique una restauración de algún tipo de orden parecen ilusorias. En el plano económico, por otro lado, no hay que hacerse ilusiones: la privatización masiva a bajos precios, igual a la que ocurrió en Chile después de Allende, ya comenzó. La necesidad tiene cara de hereje y, en todo caso, mejor eso a convertir el narcotráfico en un área estratégica de financiamiento. Aunque no tienen por qué no ocurrir las dos cosas.

Quizás en 10 o más años veamos al socialdemócrata Leopoldo López, o a alguien como él, erigirse desde la cárcel, como Nelson Mandela, para conducir los destinos del país de vuelta hacia un cauce democrático. Y quizás para ese entonces la nueva izquierda chilena, que tal vez esté gobernando nuestro país, haya abandonado las cobardes poses de hoy, y apoyen humildemente a la persona que, luego de tanta muerte y destrucción, pueda hacer que el himno de Venezuela vuelva a engendrar orgullo, en vez de vergüenza, en quienes lo entonen. “Gloria al bravo pueblo/ que el yugo lanzó/ la Ley respetando/ la virtud y el honor”.

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