Columna publicada en La Tercera, 23.07.2017

No puede negarse que la discusión sobre el aborto enfrenta visiones difícilmente conciliables. Por un lado, hay quienes creen que, bajo ciertas circunstancias, es legítimo poner fin deliberado a la vida que se gesta en el vientre materno. Por otro, algunos pensamos que tomarse en serio la dignidad humana implica no hacer excepciones: al fin y al cabo, la vida no admite ser respetada “a veces” ni “por grados” (ya lo sabía Bartolomé de las Casas). Se trata de un problema que toca el fundamento último de la vida social, y eso debería obligarnos a ser muy rigurosos con los argumentos.

Por lo mismo, llama la atención la aseveración de la Presidenta, quien se manifestó extrañada por el contraste entre el apoyo que las encuestas brindan al proyecto de aborto, y el voto en contra de la oposición. El argumento es bizarro, por decir lo menos, porque parece llamar a los parlamentarios a mirar únicamente las encuestas a la hora de legislar, cuestión que ella misma ha rechazado en otras ocasiones. En su mejor versión, el razonamiento podría formularse así: un parlamentario no debería votar según sus convicciones, sino según la opinión (supuestamente) mayoritaria.

Aunque el argumento parece persuasivo, esconde varios peligros. En efecto, ¿qué tipo de política tendríamos si nuestros parlamentarios decidieran solo según encuestas? ¿No reside precisamente la virtud del político en saber oponerse a veces al viento y las modas intelectuales? ¿Qué tipo de conformismo ramplón está propiciando Michelle Bachelet? En rigor, un mundo de políticos subyugados por sondeos no permite ninguna deliberación auténtica. Ésta supone la confrontación honesta de puntos de vista distintos, no el silenciamiento de quienes disienten. La democracia no es solo ni principalmente contar los votos al final de la sesión, sino que consiste sobre todo en el tipo de discusión que se da previamente. Más allá del aborto, lo que menos necesita Chile son políticos pusilánimes, incapaces de tomar la menor decisión sin consultar la última encuesta. El argumento de Michelle Bachelet implica, en el fondo, la muerte de la representación política (y es paradójico que lo esgrima alguien cuya popularidad anda por los suelos).

Pero el razonamiento tiene otro riesgo implícito, tanto o más peligroso que el anterior: es la idea según la cual las “convicciones personales” deberían ser dejadas de lado en el  debate público. Es una exigencia curiosa que, además, opera de modo selectivo. En efecto, nadie le pide que deje de lado sus convicciones a quien defiende fervorosamente los derechos de la mujer, ni al que aboga por mayor igualdad social, ni menos al que busca abolir la pena de muerte. Como fuere, una discusión pública libre de “creencias personales” (el imposible sueño rawlsiano) es un lugar vacío, en el que nada relevante es debatido. Michael Sandel mostró hace muchos años que hay cierto tipo de discusiones que no admiten ser abordadas desde la neutralidad, pues todas las posiciones implican convicciones sustantivas (aunque, naturalmente, éstas deben ser formuladas de modo racional). Los partidarios del proyecto de aborto -Michelle Bachelet incluida- deberían ser capaces de tomarse en serio el desafío de argumentar sin recurrir a ese tipo de falacias. Las convicciones que dicen defender se merecen algo más que esa consigna.

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