Columna publicada en T13.cl, 05.07.2017

Manuel José Ossandón, como argumenté en otra columna que causó tanto enojo en el senador que terminó, a la Trump, atacando al editor del diario que la publicó, encarna la figura del patrón derrotado de la oligarquía rural del valle central que fue arrasada, primero por la reforma agraria, y finalmente por la modernización capitalista, los Chicago boys, Miami y la Concertación. Es el hijo con el ala rota de ese grupo social, donde todos se reconvirtieron en gerentes y empresarios, que encontró en el ejercicio apatronado de la labor edilicia una vocación y una fuente de autoestima y realización. Logró hacerse fuerte entre los humildes y los necesitados, hablando el lenguaje de la presencia paternal y de la reciprocidad, el lenguaje propio de la hacienda y el del populismo latinomericano. Y es, hoy por hoy, el gran estandarte del voto de protesta y de queja en contra de nuestra modernización capitalista, encarnada por Piñera.

Piñera, lo sabemos, es el opuesto casi perfecto de Ossandón: su familia tiene un vínculo más débil y dudoso con la oligarquía patronal, su padre es un demócratacristiano cuya familia, caracterizada por profesiones liberales, había llegado a Chile recién en 1827, proveniente de Perú. Y a La Serena, donde fueron influyentes. En otras palabras, más bien un afuerino. A esto, supongo, es a lo que se refiere Piñera cuando alega que es “de clase media”. No sería, en términos del universo de José Donoso, un Ventura en regla. Piñera es hijo del rigor, un “self made man”, que nunca ha sido compasivo consigo mismo. Su personalidad es el producto de la más brutal competencia y autoexigencia (esa que, compartida con su hermano José, los terminó distanciando para siempre). Su fortaleza, su orgullo, no está en su herencia ni en el pasado (no siente mayor cariño ni nostalgia por él). Está en su cabeza, una máquina de cálculo y procesamiento de información increíblemente entrenada, que es su principal bastión, y que le permitió hacer lo que más le parece satisfacer en la vida: ganar. Ganar plata, apuestas, elecciones, premios, prestigio, fama y votos. Ganar y ganar, para seguir ganando. Tener siempre la mejor respuesta, la movida oportuna, la pasada precisa. Éxito en el colegio, mejor de su generación en Harvard, multimillonario, Senador de la República, Presidente de Chile una vez, quizás dos veces. Su cabeza que es, al mismo tiempo, lo que lo vincula y lo que lo distancia del mundo y del resto de la sociedad, con la cual se relaciona siempre de manera problemática y algo instrumental, apostando fuerte, jugando en el límite, saliéndose con la suya.

La derecha que encarna Piñera es, efectivamente, más acorde con el ímpetu que parece animar hoy a la clase media de nuestro país: el de la meritocracia, la democracia, la competencia y el triunfo. El de la selección chilena, con un Claudio Bravo cuya filosofía de vida es tan estricta y autoexigente como la de Piñera. El de los hinchas que ya no celebran victorias morales, sino que exigen, demandan, goles, no excusas. El del mundo donde la plata manda, y no la tradición ni el prestigio familiar. El de la comida rápida, el hedonismo de gimnasio y los malls que hacen llorar a Cristián Warnken. El de un capitalismo brutal, que sólo perdona a los bancos, y cuyos vástagos parecen demandar simplemente menos abusos y más meritocracia. Piñera es el exitismo del “gobierno de los mejores”, de los gerentes posgraduados, flacos, rubios, vinosos y bancosos que, Chai latte en mano, hacen supuestamente en 20 días más que la Concertación en 20 años, 24/7, non stop. Una derecha de la que Evópoli es, todavía, una especie de apéndice aún más pituco, meritocrático y académico, a pesar del alma “techo para Chile” que a veces los ilumina.

Ossandón, en cambio, encarna el patio trasero de nuestro desarrollo. Él, a los ojos de su clase, perdió en la vida a pesar de haber tenido todas las oportunidades que el privilegio y la fortuna pueden ofrecer. Representa a los que no ganan. A los que no tienen mérito. A los que no les fue bien. A los que todavía se ríen con chistes sobre mujeres, negros, peruanos y homosexuales. A los que se sienten mirados en menos. Ese mundo que el discurso meritocrático y políticamente correcto, sea de izquierda o de derecha, arroja a una especie de vacío abstracto. Representa a los mediocres, a los débiles y a los “losers”. Ossandón no le habla a los ganadores. Su discurso, citando a Jorge Teillier, “es para la niña que nadie saca a bailar,/ es para los hermanos que afrontan la borrachera/ y a quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos”. Es para los taxistas desesperados por Uber, que hicieron una caravana en su cierre de campaña. Es para las víctimas de la “destrucción creativa” del capitalismo que temen no poder volver a ponerse de pie, y sólo piden un remanso indulgente más o menos tranquilo en el mundo. Es para los trabajadores de la construcción, la vega y el terminal pesquero que temen a los haitianos y los acusan de “robar trabajo”. Para los que se sienten atrincherados en un mundo que se desvanece, mientras es rodeado por mapuches, inmigrantes, homosexuales y emprendedores. Ossandón habla desde la mancha del jaguar. Desde la nostalgia de un mundo “decente” que nunca existió, pero que se opone a una modernidad apabullante. Ossandón es el patrón que encarna esa rabia, esa frustración y ese miedo. Y que le da cara a la modernidad. Por eso cada vez que se enredaba con una cifra o se quedaba en blanco entre medio de las risas de sus contendores, muchos de sus adeptos redoblaban su apoyo. Porque los errores y la tosquedad del patrón, y el desprecio que despertaban entre los cultos y acomodados, eran los errores y la tosquedad de quienes se sentían defendidos por él, que en vez de amilanarse se ponía a repartir descalificaciones y burlas.

¿Cómo puede cuadrarse el círculo de la centroderecha para hacerle espacio a estos dos mundos y construir una tensión virtuosa entre ellos? Esa es la pregunta que la candidatura de Piñera tendrá que responder si quiere aproximarse, aunque sea mínimamente, al mundo representado por Ossandón. Es un desafío formidable. Y es que no se trata sólo de prometer “emparejar la cancha” o “que gane el mejor”. O de sacar del camino los abusos que impiden la libre competencia. Todo eso está muy bien, es muy necesario e interpreta a una gran mayoría de los chilenos. Pero falta escuchar también a los que pierden en cancha pareja, a los que no ganan y a los que la competencia derrota. A los que tienen miedo y sienten que ya no pueden seguir echándole para adelante solos. Se trata de mirar de frente a las víctimas del desarrollo, y no apartar la vista de ellas. Y si la derecha es capaz de esto, la tensión interna que generará se convertirá en un motor programático y pólítico, que la puede llevar a gobernar muchos años más y lograr grandes cosas para Chile.

A diferencia de Ossandón, claro, Piñera no tiene por qué dedicarse a adular a esas víctimas y a prometerles soluciones demagógicas a sus problemas. No tiene por qué sacralizarlas. Puede tratar de hablarles de frente, con los números arriba de la mesa, pero aún así haciéndoles sentir que no las va a dejar atrás, que no serán simple carne para la máquina picadora del progreso. Tiene que hacerles un espacio programático y político. Y Cecilia Morel puede ser una pieza clave en la posibilidad de entregar con credibilidad ese mensaje y llevar adelante las propuestas que se hagan en ese sentido. Ella es el complemento de todo lo que Piñera no tiene, la presencia cariñosa opuesta al frío cálculo, a la impersonal razón y a la brutal ganancia. Ella y su familia son los únicos frente a los que Piñera, que nunca ha tenido compasión con él mismo y por eso le cuesta proyectarla hacia otros, pierde, se entrega, no compite. Y esto tiene que ser tenido muy en cuenta tanto en el diseño de la campaña como en el diseño del posible nuevo gobierno del ex-Presidente. Ambos deben ser un desafío conjunto Piñera-Morel y Morel-Piñera.

Piñera debe, en fin, darle una vuelta al último principio que incorporó a su programa, el de la solidaridad. Pensarla desde el punto de vista de la indulgencia, la compasión y la benevolencia. Y ofrecer no sólo ventajas al mérito, venga de donde venga, sino algunas tranquilidades a los que sólo buscan un lugar pacífico en el mundo.

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