Columna publicada en La Tercera, 16.07.2017

“Matar a los pobres” es una canción del grupo Dead Kennedys en la que, encarnando irónicamente a las elites de izquierda y derecha, fantasean con borrar a los pobres mediante bombas de neutrones. Y mientras los barrios marginales “desaparecen bajo una luz brillante”, los acomodados de todos los bandos hacen una fiesta, bailan y brindan con champaña.

En Chile hemos elegido métodos menos elegantes. A la mayoría de los pobres no los matamos: los silenciamos, los apartamos y los despreciamos. No les quitamos el voto (solo a los presos), pero ponemos todos los incentivos para que no voten. A veces aparecen en la televisión, y nos reímos de ellos. De “esos locos pobres”.

A los más débiles entre los pobres, eso sí, los matamos. O los dejamos morir, que es a veces más fácil. Una buena helada en invierno. Una que otra pasada de mano en el Sename. O no meternos cuando se matan entre ellos. Como se van yendo por goteo, pasa piola. Además, es “culpa de todos”. Sus muertes no importan más que a la crónica roja, como la de Sergio Landskron, a menos que se vinculen a alguna agenda de elite. Tienen que tener algún cuento extra, como Daniel Zamudio, para generar empatía.

Como los pobres reales son demasiado pobres y, en todo caso, necesitamos algo de cultura popular para entretenernos, la inventamos. O “rescatamos”. Su cueca brava, su cañita de vino a precio de botella. “Firme junto al pueblo”. Algo guachaca. Quizás unos blogs moralizantes que idealicen a Fruna o que supongan que todos los pobres son de izquierda (o deberían serlo). Ah, y los blocks de Villa San Luis. Porque es más fácil hacer un museo de la integración social donde no hay pobres a 20 kilómetros a la redonda, que tratar de pensar políticas públicas que la posibiliten hoy en día.

También es importante, al parecer, que los pobres reales a los que les perdonamos la vida no se suban por el chorro. No deberían creer que tienen derecho a opinar sobre lo que no entienden. O a cuestionar lo que le enseñan a sus hijos. O a vender cosas en la calle. O al debido proceso si carterean. Y menos a ventilar por las calles tanta xenofobia, transfobia, homofobia, machismo y evangelismo. Si el debido proceso no fue inventado para los pobres, mucho menos la libertad de expresión. O la educacional, la de culto y la de comercio. El Nico Eyzaguirre dijo la pura verdad: los patines para los que saben patinar.

Tanto desprecio, claro, quizás tenga una reacción. Puede que toda la incorrección política popular reprimida en pro de consensos culturales cosmopolitas, vaya acumulándose en algún lado. Puede que los muertos quizás tengan seres queridos que no perdonen tan fácil. Puede que un día los humillados se levanten a votar y terminemos con las fronteras cerradas a la migración, con un populista de presidente y con algún líder religioso de ministro de Educación. Quizás ahí nos arrepintamos de no haberlos tomado en serio y de creer que podíamos llegar e imponerles lo que nos diera la gana, sin explicaciones ni mediaciones políticas. De haber preferido reírnos de ellos en vez de tratar de entender lo que querían decir. O de haberlos dejado morir entre informe e informe que explicaba que se estaban muriendo, pero que nadie tenía la culpa.

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