Columna publicada en El Líbero, 13.06.2017

En condiciones tradicionales, el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre la desigualdad en Chile —que se lanza esta semana— habría sido recibido por la izquierda como maná caído del cielo, y por la derecha como una (otra) odiosa maniobra electoral para beneficiar a sus adversarios políticos. Y es que hasta hace muy poco, la desigualdad era un “tema de izquierda”. Es decir, un asunto que la derecha consideraba un “no problema”, o algo “ideológico”.

Algo de agua ha corrido debajo del puente y hoy la situación ha cambiado. Aunque la vieja derecha sigue repitiendo que “el problema no es la desigualdad, sino la pobreza”, el debate intelectual vinculado a la renovación del sector ha terminado por madurar un discurso más complejo sobre el asunto, que ya no necesita de fórmulas simplonas o del silencio para hacer frente a las tesis igualitaristas de la izquierda.

Tal como se refleja en el libro “La mayoría de las ideas”, la nueva derecha chilena sí tiene diagnóstico y propuestas respecto al problema de la desigualdad, sólo que son diferentes a las de la izquierda. Y si el trabajo y el debate intelectual al interior de este sector siguen con el ritmo que tienen actualmente, es muy probable que este diagnóstico y propuestas lleguen a ser más sofisticadas y seductoras que las que ofrece una izquierda apoltronada, convencida de que el tema le pertenece, profundamente estatista y económicamente ignorante.

Esta nueva visión parte por descomponer la tradicional idea de derecha de que lo importante es la pobreza, y no la desigualdad. Es decir, el viejo debate sobre si lo que importa es la pobreza absoluta o la relativa. La pregunta que derrumba este “espacio seguro” es por qué la pobreza importa. Una respuesta tradicional sería que importa, porque bajo el umbral de la pobreza absoluta no se puede vivir. Sin embargo, los pobres, o muchos de ellos, de hecho sobreviven. Luego, cuando se dice que “no se puede vivir”, en realidad se está afirmando que no se puede vivir dignamente. O, si se prefiere, de una manera en que un ser humano pueda orientarse hacia su realización en cuanto tal.

Si el problema de la pobreza es de dignidad y no de supervivencia, entonces deja de ser un problema que pueda reducirse completamente al plano individual-orgánico. El ser humano es un ser social y muchos de los bienes humanos que asociamos a la dignidad son bienes sociales. Esto significa que emergen de la interacción con otros. Y que la pobreza afecte estos bienes significa que degrada o dificulta las relaciones que los producen. La pobreza, bajo esta mirada, es no contar con los medios necesarios para desenvolverse socialmente como los demás. Es no contar con las condiciones para desplegar las habilidades y capacidades emocionales, intelectuales, físicas o sociales a partir de las cuales nos relacionamos con nuestro entorno. Y la desigualdad problemática es la que se produce entre los que acceden a esas condiciones y los que no. Los que reciben un trato acorde con su dignidad humana y los que no. Los que son reconocidos y los que no.

Partiendo de esta base, la pregunta siguiente es cómo se enfrenta la desigualdad problemática. La izquierda históricamente ha considerado que la solución es “igualar” a las personas: obligarlas a tener acceso exactamente a lo mismo. Sin embargo, esa respuesta no es muy racional: si lo problemático es no acceder a ciertas condiciones habilitantes, entonces la igualdad deseada tiene que ver con el acceso a esas condiciones, sin importar si algunos acceden, además, a muchas cosas más. Por ejemplo, es una condición habilitante básica el aprender a leer, escribir, sumar, restar y multiplicar. Y entender lo que se lee. Pero no lo es participar de un equipo de velerismo, o ir de gira de estudios a París. Y lo que debería preocuparnos como sociedad es la desigualdad que produce la brecha de comprensión lectora y aritmética, no la otra desigualdad, que no es problemática. Esto marca una diferencia con la izquierda, que tiende a considerar muchas desigualdades no problemáticas como escandalosas, por motivos más bien débiles.

Una segunda diferencia importante con la izquierda se da en el plano de las soluciones: este sector tiende a pensar la desigualdad de manera económicamente reductivista y a fetichizar al Estado, que confunde con lo público, como instrumento de nivelación social. En cambio, esta nueva perspectiva parte de la base de que muchas de las condiciones habilitantes dependen de vínculos sociales que no pueden ser creados por el Estado, pero que sí pueden ser apoyados o debilitados por él. Así, le otorga mucha más importancia a la sociedad civil, a la autogestión y a la responsabilidad ciudadana en el combate de las desigualdades problemáticas. Un ejemplo de la diferencia entre estas perspectivas es el trabajo llevado adelante por la Fundación Mi Parque, que habilita plazas y áreas verdes en conjunto con los vecinos en zonas donde el Estado había fracasado una y mil veces.

Esta diferencia se traduce, además, en que esta nueva perspectiva sobre la desigualdad no propone jamás “quitar patines” para nivelar. No considera que cualquier igualdad sea la solución a las desigualdades problemáticas. Tampoco considera que el esfuerzo de los padres por mejorar las condiciones de sus hijos sea un problema, sino que es una energía que puede ser puesta al servicio del objetivo que se busca. Combatir las desigualdades problemáticas es tarea de todos, no sólo del Estado. Se sabe, además, que cualquier solución redistributiva que achique el tamaño de la torta o que ponga a más personas bajo la brecha de los bienes habilitantes básicos es desilusionante y contraproducente.

Una tercera diferencia con la izquierda tiene que ver con el vínculo respecto a los grupos de presión. Se sabe que uno de los males que produce la desigualdad es justamente la ausencia de una voz pública. Los más débiles son también la voz más débil en el debate público: los niños, los viejos, los enfermos, los pobladores, los inmigrantes pobres. Por lo tanto, para luchar contra la desigualdad problemática se requiere un compromiso abierto de la autoridad pública con aquellos que ni siquiera tienen fuerza para hacerse oír. Y esto exige postergar las demandas de grupos de interés más poderosos. Por ejemplo, el combate en serio contra la desigualdad problemática exige darle prioridad a la habilitación cognitiva y emocional durante la infancia, y no a la gratuidad universal universitaria. Los niños muertos del Sename nos dan una idea de lo poco que hemos prestado atención a esa necesidad, sólo porque los niños no marchan.

Todavía otras diferencias podrían ser enumeradas, pero éstas me parecen las más importantes. Y el punto creo ya haberlo demostrado: hay una visión alternativa sobre la desigualdad en ciernes, que entierra el alegre desinterés sobre el tema demostrado por la derecha tradicional, y que desafía al mismo tiempo a la tradicional visión de la izquierda sobre este asunto, que ha tendido a volverse incluso más rígida e irreflexiva el último tiempo. Esta nueva visión está madurando, ganando terreno y parece haber llegado para quedarse y hacerse parte del nuevo horizonte programático de un sector que, hasta el 2011, sólo atinaba a esconder la cabeza cuando el tema de la desigualdad salía al ruedo.

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