Columna publicada en El Líbero, 27.06.2017

El proyecto de ley que crea el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, actualmente en el Congreso, logró generar una discusión interesante sobre política cultural. Probablemente lo mejor de esa discusión fue recogido en el ciclo de conferencias celebradas durante 2016 en el CEP (publicado, hasta ahora, en los volúmenes 144 y 145 de Estudios Públicos).

El debate a propósito del “canal cultural” a comienzos de año, que podría haber sido una buena oportunidad para decir algo interesante sobre el tema, no logró independizarse del déficit presupuestario de TVN y las tentativas de recapitalización. Así, la discusión quedó entrampada en cuestiones meramente sectoriales (en última instancia, repartición de fondos), dejando de lado las preguntas sobre las metas del proyecto, las demandas de las audiencias, y el fomento a la creación artística y patrimonial. Ese reduccionismo no ha ocurrido, hasta el momento, con la discusión sobre el nuevo ministerio.

Eso no quiere decir que el proyecto carezca de problemas. En su conferencia en el CEP, el académico y artista visual Pablo Chiuminatto propuso un vigoroso argumento para cuestionar la orientación y propósitos del actual proyecto de ley. Chiuminatto observa una tensión entre reconocer la pluralidad de formas y estilos culturales (de ahí el uso del plural “culturas”, en vez del singular “cultura”), y subordinar dicha pluralidad al régimen institucional unitario y centralista del Estado. Como el proyecto se centra mayoritariamente en la distribución de fondos para la creación artística, queda un vacío importante acerca del rol de las audiencias, la mediación cultural, y las “economías creativas” particulares.

Ello revela, para el artista visual, un “fuerte sesgo sectorial, identitario y esencialista”: el nuevo Ministerio se concibe a sí mismo como el corazón de la vida artística y patrimonial de la sociedad chilena, haciendo caso omiso del campo simbólico que lo precede y subsiste con independencia de él. El sesgo que denuncia Chiuminatto es precisamente ese: para el Ministerio, “no hay cultura sin Estado”, y éste es el llamado, por fortuna, a salvarnos del oscurantismo en que vivimos.

A lo anterior se suma un fenómeno adicional. El proyecto se apoya en una concepción singular de la cultura, que ve en ella el campo específico de la denuncia, la explicitación del conflicto y la formulación de reivindicaciones ciudadanas. La expresión artística estaría entrelazada, según esta idea, con el registro voluntarista, y en ocasiones militante, de la demanda social. Es el espacio para, en palabras de Chiuminatto, la “justicia cultural”.

Sin embargo, esta no es la única manera de pensar la cultura. Ella también puede concebirse como un depósito de prácticas, símbolos y expresiones en las que buscamos, de forma libre e independiente, un conjunto de sentidos y valores. No son elementos que busquemos “movilizar” para “cambiar” el mundo, sino que conforman un modo de interrogarlo, y desocultar, traer a la presencia, algo en él que no podemos ver. En vez del compromiso, esta manifestación de la cultura se define por una búsqueda de la comprensión, que excluye el sometimiento inmediato del mundo a nuestros deseos. Ambas concepciones son válidas e importantes. Más que elementos categorialmente distintos (y excluyentes), conforman un continuo, y ambos iluminan distintos sentidos en nuestra vida. Hay obras cuya fuerza reside precisamente en el registro persistente y firme de la denuncia, y que nos interpelan en ese plano. Entre ambas concepciones hay una tensión permanente, un equilibrio precario e inestable.

Todo esto supone un desafío mayor para las instituciones que buscan resguardar y desarrollar el tejido de la vida cultural, tan difícil de asir. Pero si el nuevo Ministerio se caracteriza por una búsqueda irrenunciable de “justicia cultural”, arriesga opacar la otra dimensión, que exige una disposición diferente. Y hay algo más que una paradoja, observa Chiuminatto, en pedirle a un solo ministerio la solución de tantos conflictos que el Estado, tras décadas de esfuerzo, apenas es capaz de abordar (el llamado problema mapuche, la reconciliación, y otros).

Como sostuvieron Berger y Luckmann (Modernity, Pluralism and the Crisis of Meaning), el Estado ve en la sociedad civil un desafío permanente a sus propias pretensiones de transformación y cambio. Ello desata una dinámica de competencia, en la que el Estado –aun asfixiando la vitalidad y particularidad anidada fuera de él– intenta consolidar su síntesis propia del vínculo social. También las instituciones de la cultura, si quieren apropiarse de las reivindicaciones sociales dispersas en la sociedad, pueden producir el mismo efecto. Eso pasa al olvidar que, si uno sólo tiene un martillo, todos los problemas tienen cara de clavo.

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