Columna publicada en El Líbero, 16.05.2017

Hasta hace muy poco tiempo, era impensable que la Democracia Cristiana impulsara una candidatura propia a la primera vuelta presidencial. Pero hoy, en otra prueba más de que Chile vive un nuevo ciclo político, dicho escenario es cada vez más probable. De hecho, es factible que Carolina Goic experimente un alza en las encuestas: Alejandro Guillier estará más preocupado de su desfonde por el lado izquierdo y hay un público moderado que naturalmente podría mirar con buenos ojos la candidatura DC. Sin embargo, la apuesta de la falange no está exenta de problemas, y estos exceden con creces el ámbito electoral.

La primera dificultad es la inconsistencia entre la estrategia adoptada y la candidata que debe encarnarla. Considerando el itinerario de la DC desde la vuelta a la democracia, su estrategia actual es rupturista; Carolina Goic no. Acá hay un círculo difícil de cuadrar. A fin de cuentas, la idea de llegar hasta la primera vuelta fue promovida por referentes como Soledad Alvear, Eduardo Aninat, Mariana Aylwin o Gutenberg Martínez, todos críticos del oficialismo. Guste o no, las diferencias entre estos liderazgos y los parlamentarios DC, y en particular Goic, son manifiestas. Hasta donde sabemos, Goic discrepa con Alvear en materia de aborto (ha votado a favor una y otra vez), con Aninat respecto de la conducción económica y reforma laboral (donde también votó a favor), y con Aylwin acerca de la reforma educacional (donde, una vez más, prestó su voto).

El cuadro descrito remite a un problema aún más profundo. ¿Cuál es, hoy en día, el proyecto político específico y distintivo de la DC? Hasta ahora, pareciera que el objetivo de Carolina Goic es personificar una versión 2.0 de la socialdemocracia noventera. Si se quiere, busca llenar el vacío dejado por Ricardo Lagos (y quizás eso explica su férrea defensa de las obras concesionadas). Esto puede ser un avance en comparación con la retórica de la Nueva Mayoría, pero resulta insuficiente para generar una alternativa renovada y diferenciada de cara al mediano y largo plazo.

Es probable que ahí radique el gran dilema de la DC. Un esfuerzo de esa índole exigiría volver a examinar sus principios fundacionales y, más aún, preguntarse qué demandan dichos principios en el Chile del siglo XXI. Ese ejercicio, aunque imprescindible, es incómodo y difícil —en cualquier caso ajeno al liderazgo de Goic—, por dos motivos al menos, uno doctrinario y uno político.

En cuanto a lo primero, las enseñanzas sociales del cristianismo admiten variadas lecturas y concreciones en una amplia diversidad de temas, pero son menos laxas en ciertas cuestiones decisivas, comenzando por la protección de la vida y la dignidad humana. Dicha protección puede traducirse en múltiples alternativas, pero hay algunos límites infranqueables. Difuminados esos límites, se trata de cualquier cosa, pero no de un proyecto político inspirado en el ideario fundacional de la falange.

El motivo político, en tanto, se refiere a los posibles compañeros de ruta de una agenda fiel al ideario socialcristiano. Aunque Goic y otros dirigentes suelen afirmar que el domicilio de la DC “está en la centroizquierda”, lo cierto es que el derrotero de este partido ha sido zigzagueante. Nacido al alero del partido conservador, en un minuto se la jugó por la vía propia (no transaba una coma ni por un millón de votos); luego fue un férreo opositor a Salvador Allende y la Unidad Popular; después aceptó (con la excepción de 13 de sus miembros) el golpe de Estado; y a poco andar se transformó en el eje de la oposición democrática y la Concertación. Varios factores explican esta trayectoria, pero uno relevante es que las convicciones doctrinales de la DC invitan a revisar continuamente sus alianzas, según las circunstancias.

Por lo mismo, pese a que la experiencia de la dictadura de seguro fue traumática para muchos falangistas, quienes han vivido trayectorias biográficas posteriores advierten que, en el mediano y largo plazo, las alianzas pueden sufrir nuevas modificaciones. Nadie lo ha expuesto con tanta claridad como el abogado y militante demócrata cristiano Francisco Tapia, en una columna publicada a fines del año pasado: “¿Podemos replantearnos nuestra política de alianzas? ¿Cuáles son aquellos socios que nos permitan desplegar mejor nuestro ideario y darle gobernabilidad al país? ¿Por qué no volvemos a hacer el ejercicio de mirar nuestros principios y determinar quiénes pueden ser nuestros mejores socios?” (“Por un futuro sin complejos”, El Dínamo, 21 de noviembre de 2016).

Esa clase de interrogantes no debieran ser motivo de sorpresa. De un tiempo a esta parte, los miembros más lúcidos de la DC enfrentan una pregunta inevitable: ¿es factible construir un proyecto común y fiel a su ideario con la nueva izquierda, cada vez más dominada por la narrativa del Frente Amplio?

Ese es, al final del día, el gran dilema de la Democracia Cristiana.

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