Columna publicada en El Líbero, 09.05.2017

Una de las características de nuestra época es que miramos gran parte de la realidad a través del prisma de los derechos. Especialmente una vez conocidos los horrores de la II Guerra Mundial, cuando el uso de este lenguaje se convirtió en una suerte de ortodoxia. Vivimos en la “era de los derechos”, que habrían venido a salvar a la democracia de los peligros de la regla de la mayoría. Al incorporar derechos humanos, decidimos sustraer ciertas materias de la deliberación democrática: hay cosas –el derecho a no ser torturado es paradigmático– que simplemente están fuera de discusión. El uso indiscriminado de este recurso, sin embargo, se ha vuelto problemático.

Un buen ejemplo es la infructuosa discusión en torno a los derechos sociales. En décadas de debate, ni políticos ni académicos han logrado ponerse de acuerdo siquiera en cuál es el concepto de “derecho” que se usa para discutir: ¿que exista una acción (una demanda) para reclamarse judicialmente? ¿O basta, para que algo sea un derecho, que esté consagrado en una Constitución, sin tener una demanda asociada? (Y si así fuera, ¿qué peso tendría en cuanto derecho?) ¿O no es ninguna de las anteriores?

Tampoco se ven luces cuando se debate sobre qué significa que sean justiciables: ¿que se pueden reclamar ante los jueces del mismo modo que cuando se incumple un contrato? ¿O de otro modo? ¿O se busca que el Tribunal Constitucional tenga amplias facultades para revisar la legislación social? (¿Pero no que esas facultades del TC se pueden volver peligrosas?) Incluso la misma categoría es ambigua: ¿es lo mismo, y por lo tanto, requiere del mismo sistema institucional, hacer un examen médico que educar a un niño?

Todas estas preguntas admiten múltiples respuestas que rivalizan entre sí. Pero mientras no se estipulen mejor los términos bajo los que se discute, seguirá la tendencia a que se dé como un diálogo de sordos. Y esto es un problema porque, en paralelo, aumentan las expectativas de las personas y a la larga esto termina erosionando la calidad de nuestra vida democrática.

En este escenario, uno puede cuestionarse el marco general del debate. Podríamos estar abordando la realidad –las exigencias de justicia que subyacen a la educación, salud o vivienda, por ejemplo– con una herramienta inadecuada. Tal vez no sea la mirada de los derechos la más precisa para entenderlas, ni tampoco para darles un tratamiento institucional. Es posible que sean otras instituciones jurídicas –distintas de los derechos individuales– las que permitan hacerlo mejor. Otra opción es que la reflexión propiamente política, con todas las especificidades que la distinguen del derecho, sea el mejor modo de aproximarse. ¿Significa esto que esos derechos son, en realidad, “metas políticas”? Es posible, pero advierto que ello no necesariamente supone la carga peyorativa que a veces se usa para quitarles relevancia. Cualquiera de esas dos alternativas, en todo caso, requiere ulterior argumentación que excede el objetivo de esta columna.

En este punto, quienes tengan especial preocupación por nuestros problemas de falta de justicia distributiva se pueden molestar y dejar de leer: “Ya llegó otro libertario”, pensarán. Error. Lo que acá se sugiere es que, precisamente, dada la relevancia de esas exigencias o demandas de justicia, vale la pena cuestionarse el modo de tratarlas institucionalmente. Sea cual sea la forma de abordarlos, el lenguaje de los derechos parece problemático: así lo demuestra el estado de la cuestión. La permanente falta de claridad respecto de lo que significa un derecho social, o cómo se garantiza, genera una distancia entre ciudadanos y representantes que se suma a los varios otros factores que están desgastando nuestra vida común. La promesa de los derechos de resguardar la democracia se puede estar volviendo en contra de ella.

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