Columna publicada en El Líbero, 11.04.2017

La semana pasada, el alcalde de Las Condes, Joaquín Lavín, dio cuenta del avance exitoso de su campaña contra los limpiaparabrisas en la comuna. Esta se enmarca en un plan general del edil contra la delincuencia, que pareciera ser una de las principales preocupaciones de los vecinos. Con datos concretos, señaló que, de las 20 personas multadas, un 80% contaba con antecedentes penales previos. Al mencionar esas cifras ⎼poco significativas en cualquier discusión estadística⎼, el alcalde intentaba validar y legitimar una iniciativa que, aunque polémica, ha sido poco comentada en el debate público.

Lo que Lavín ha buscado confirmar, y así lo explicitó, es que los limpiaparabrisas usan ese trabajo como “fachada para delinquir”, dando forma a un grupo que, por lo visto, es claramente identificable. Así, el alcalde ha ofrecido una detallada caracterización del grupo: además de tener antecedentes penales, rondan entre los 20 y los 30 años ⎼es decir, son mayores de edad⎼ y, como argumento estrella, señala que no pertenecen a la comuna ⎼como si eso constituyera prueba de algo⎼, proviniendo mayoritariamente de la zona sur de la capital. Esto es, de los barrios más pobres de Santiago. Con un razonamiento sin mayores respaldos y estigmatizador, Lavín pone en evidencia que su real preocupación no está en las causas que explican la delincuencia ⎼ni por lo tanto, en erradicarla⎼, sino simplemente en dejarla fuera, en expulsarla de las calles de Las Condes. Para el alcalde, el mal se encuentra en los límites de su comuna, y su trabajo consiste, al parecer, en construir muros eficaces que permitan mantenerla a raya. Con ello, se muestra incapaz de reconocer en esas personas algo más que una amenaza, y no logra ver una realidad de vulnerabilidad y precariedad que atraviesa a grupos importantes de nuestra sociedad.

Parece especialmente problemático que una autoridad política ⎼en particular una que en dos oportunidades quiso ser Presidente de la República⎼ entienda en esos términos su función. No se trata, en ningún caso, de que el alcalde no deba considerar la delincuencia como una tarea relevante. El problema consiste en su incapacidad para introducir la preocupación por este fenómeno en una mirada compleja de la realidad social, donde su rol se ponga al servicio de la construcción de una sociedad más justa, y no se parta de la base de que los delincuentes son patrimonio de ciertas zonas. Pocos discuten hoy que la verdadera forma de combatir la delincuencia está lejos de una estrategia meramente reactiva y punitiva.

Erradicar la delincuencia constituye un desafío de largo plazo, que sin duda exige la penalización de quienes cometan un delito, pero en el marco de una estructura orientada, ante todo, a la prevención y la reinserción. Porque se ha entendido, se supone, que los individuos no viven aislados. Que existen condiciones y contextos que predisponen a la realización de ciertas prácticas, como bien ha quedado demostrado en las dramáticas cifras de los niños del Sename que pasan por las cárceles de nuestro país.

Sin embargo, el alcalde Lavín parece estar lejos de asumir su tarea en este sentido, más interesado en mostrarse como el que protege a sus vecinos de un mal externo respecto del cual ni él ni quienes viven en su comuna tendrían que hacer algo más que cerrar la puerta por dentro.

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