Columna publicada en El Mostrador, 06.04.2017

Las rutinas humorísticas del último Festival de Viña dejaron arriba de la mesa algunas preguntas que están lejos de ser anecdóticas. Después de todo, la televisión es el medio de comunicación que más influye en la configuración de nuestro espacio público y, sin embargo, hay poca reflexión crítica sobre ella. Es más, casi ni nos detenemos a pensar en cuánto y cómo incide la TV, o en el modo en que va modelando el imaginario colectivo. Dado que, teóricamente, está gobernada por las fuerzas neutras del mercado, se hace difícil articular un discurso sobre ella.

La polémica más interesante se generó en torno a la rutina de Chiqui Aguayo.

La discusión estuvo centrada en la pertinencia de esa rutina, que muchos consideraron extremadamente procaz, incluso más de lo que habitualmente vemos en TV (no es poco decir). Alberto Plaza reaccionó y, de hecho, volvieron a enfrentarse la semana pasada en Vértigo. Desde luego, no se trata de evaluar su calidad como humorista –en lo personal, su actuación no logró sacarme sonrisa alguna, pero supongo que es cuestión de gustos–, sino de medir bien cuánto revela de nuestra situación.

El argumento que ella parece utilizar para defenderse de las críticas es una abierta reivindicación de la vulgaridad y puede resumirse así: soy sin filtro, hablo como hablo, hablo como hablan todas las mujeres entre sí y nadie vendrá a decirme qué lenguaje debo utilizar.

Es, si se quiere, un razonamiento antipaternalista, que busca sacudirse de las cadenas heteropatriarcales –de hecho, también afirma que las mujeres se han ganado el derecho a decir lo que quieran, como si la liberación femenina pasara por imitar lo vulgar que hay en los hombres–. Aunque tiendo a disentir de su observación empírica, es posible que eso se deba a mi limitado conocimiento del universo femenino. Lo relevante, en cualquier caso, va por otro lado: Chiqui Aguayo reclama el derecho a hablar, en el evento más masivo del país, del mismo modo en que lo hace siempre. Quiere mostrarse tal como es, para no engañar al telespectador ni asumir un tono que no le pertenece.

El argumento tiene su fuerza y, sin embargo, conlleva un olvido fundamental.

En efecto, una dimensión básica de la civilidad consiste precisamente en distinguir los contextos de comunicación. Igualar el tono de todas las comunicaciones no enriquece el horizonte, sino que lo empobrece considerablemente: ese mundo es plano y uniforme, y no admite matices ni reflexión sobre los contextos. Uno de ellos es, desde luego, el referido a los niños –no hablo con mis niños pequeños del mismo modo ni de los mismos temas que hablo con mis amigos–, pero no es el único. Naturalmente, esa distinción de planos puede conllevar hipocresía –nadie vio esto mejor que Rousseau–, pero no hay en esa diferenciación una maldad intrínseca sino que, muy por el contrario, un reconocimiento de la complejidad del mundo. Aunque es innegable que una de las funciones del humor es jugar con los límites de esos contextos, aquí el razonamiento va por otro lado.

Incluso aquello que Orwell llamaba la decencia ordinaria, del hombre común, se convierte en una insoportable traba para el despliegue de mi libertad individual. De más está decir que todo ello se parece más al infierno que a otra cosa: la sociedad humana sería insoportable si no tuviéramos una dosis de civilidad en nuestro trato cotidiano, que implica callar muchas de las cosas que pensamos.Como fuere, esa voluntad adolescente de épater le bourgeois esconde el sueño infantil de una sociedad simple, sincera y transparente, donde todo está indiferenciado. Allí no caben disposiciones como la cortesía y el respeto, porque solo vale decir aquello que pasa por mi cabeza, sin mediar reflexión. En esa actitud hay algo de narcisismo trumpeano: la expresión de mi personalidad no debe tomar en cuenta la presencia del otro.

Así, el argumento de Chiqui Aguayo es más una involución que una evolución, pues nos arrastra hacia un mundo donde en nuestro actuar cotidiano no tomamos en cuenta al otro. Me resulta difícil concebir versión más radical del individualismo, ni mejor síntoma de lo atomizada que está nuestra sociedad.

Un poco por lo mismo, la degradación del lenguaje en nuestro espacio público es un fenómeno particularmente grave. Un espacio público dominado por un lenguaje procaz es un lugar que se ha privado de las herramientas para comprender el mundo, porque sus ángulos de vista son muy estrechos: nuestras ideas se siguen de nuestro lenguaje. Nada de esto es casual: en el fondo, somos cada vez menos conscientes de lo frágil que es la vida social y de cuán relevante es preservar sus fundamentos –y Chiqui Aguayo es solo el último eslabón de esa cadena–.

Es cualquier cosa menos casual que una televisión dominada completamente por la lógica del mercado conduzca a un individualismo así de radical, porque las premisas son exactamente análogas, como lo puede comprobar cualquier lector de Lasch o de Pasolini. En el fondo, nadie está pensando en las condiciones de la vida social, cuya primera exigencia es la consideración del otro, por ejemplo, del padre que está educando o, incluso, de la abuelita escandalizada.

En ambas dimensiones, prima la pura consideración narcisista de un yo incapaz de salir de sí mismo. No nos quejemos luego de las consecuencias perversas de esta lógica si no somos capaces de identificar (y combatir) sus causas.

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