Columna publicada en La Tercera, 02.04.2017

“Más enredado que virutilla”. Así describió Andrés Zaldívar la situación actual de la Nueva Mayoría, dominada por una prodigiosa desorientación política y una extraña carencia de liderazgos efectivos. El fenómeno es digno de atención porque, mal que mal, la NM reúne en su seno a una cantidad impresionante de políticos experimentados, que han protagonizado capítulos importantes de nuestra historia reciente. Dicho de otro modo, es llamativo que una coalición con un pasado tan exitoso no le encuentre la salida al callejón, como si la derrota ya estuviera internalizada. Los síntomas son variados, pero quizás el más nítido sea el siguiente: el PS logró la extraña proeza de convertir en irrelevante su propia decisión presidencial, atascándose en una escolástica de tiempos y mecanismos incomprensibles a ojos de cualquier observador.

Las causas del fenómeno son profundas, y de allí la extrema dificultad para salir del entuerto. Cuando Eduardo Frei, después de una campaña insólita, perdió la elección con Sebastián Piñera, la Concertación debió haber iniciado un proceso de reflexión sobre lo obrado. Sin embargo, prefirió no hacerlo, refugiándose en la popularidad de Michelle Bachelet y en una serie de consignas recogidas en la calle. En esa decisión -que tomaron libremente todos los dirigentes de la Nueva Mayoría, incluso aquellos que dicen no haber leído el programa- se encuentra el origen de las dificultades actuales. Al no haber realizado una autocrítica razonada sobre su legado dejaron el campo abierto para el cuestionamiento y la crítica fácil proveniente de los más líricos. Además, dieron lugar a una excéntrica borrachera ideológica cuya resaca será larga (y allí está el Frente Amplio para mostrarlo). Cuando algunos quisieran emprender una defensa reflexiva de la Concertación, ya era muy tarde. En política, los tiempos son casi todo.

Esto puede ayudar a comprender los problemas que hoy enfrenta el conglomerado. No es casual si Michelle Bachelet parece triste, solitaria y final; como si su única expectativa fuera que este infierno se acabara lo antes posible. Hay allí un abandono muy temerario de lo que representa la figura presidencial en nuestro país. Un presidente, por dar un solo ejemplo, no debe llamar a sus ministros a “ponerse en la buena”, sino que debe zanjar sus diferencias. Del mismo modo, no es fortuito que Ricardo Lagos tenga que defender su obra al mismo tiempo que reniega de ella, y que sus más críticos lo saquen todos los días al pizarrón. Tampoco es fruto del azar que la reforma más emblemática de este gobierno (la gratuidad) todavía no tenga ni siquiera proyecto de ley, básicamente porque nadie en el gobierno ha tenido a bien tomarse en serio la complejidad de nuestra sistema universitario.

En definitiva, al oficialismo le falta reflexionar sobre su pasado, presente y futuro. Naturalmente, los tiempos electorales no dan para ello; pero quizás sí pueden permitir explicitar las profundas diferencias que conviven allí, sin pretender (volver a) esconderlas bajo la alfombra. No hay acción política exitosa sin diagnóstico coherente, y por eso la Nueva Mayoría -en su estado actual- está condenada a la esterilidad. Esta vez, para peor, no podrán seguir culpando al binominal de sus propias frustraciones.

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