Columna publicada en La Tercera, 10.04.2017

Sebastián Piñera ha señalado que estamos en una encrucijada histórica. Y tiene razón: los rumbos que el país tome ahora decidirán si logramos dar un nuevo paso hacia la prosperidad compartida, o si nos perderemos en los pantanos de la frustración, el odio y las murmuraciones. La última vez que Chile tuvo que tratar de dar un salto a una nueva etapa de desarrollo nuestras instituciones republicanas colapsaron, la violencia se tomó las calles y la democracia se derrumbó. Y fue una dictadura militar, con todo lo que ello implica, la que terminó decidiendo sobre aquello que la política democrática había sido incapaz de decidir.

Hoy no se trata de lidiar con el desborde urbano por la migración campo-ciudad y los resultantes cordones de miseria en busca de una figura patronal. Tampoco tenemos una población joven, movida por la osadía propia de esa edad. Y ya no estamos en la Guerra Fría. Chile es hoy un país de clase media, envejecido y fuera de disputas globales. Casi todos saben que tienen algo que perder. El capitalismo democrático ha tenido tanto éxito que hoy se le exije que profundice el cumplimiento de sus promesas. Y es eso lo que está en juego. Pero no por ser menos espectacular que el colapso setentero, nuestro fracaso en este desafío va a ser menos doloroso y menos dañino para las generaciones que vendrán.

Y tenemos que ser realistas: la calidad de nuestra política no parece estar a la altura de las circunstancias. Ni la mayor parte de los viejos políticos “binominales” ni los nuevos grupos que reclaman ser portadores de la verdad y la pureza parecen entender muy bien que su pega es salvar la unidad del cuerpo político. Que su desafío es nacional, más que partisano o burocrático.
Piñera, entonces, tiene razón. Y tiene alguna credibilida y votos. Suficientes para volver a La Moneda. Pero eso no le servirá de nada, será un gesto estéril en medio de una caída libre, si no comprende los deberes que su propio diagnóstico le impone. No puede elegir ser menos que un ejemplo de ciudadano. No puede elegir ser menos que un ejemplo para los jóvenes que se llevará, una vez más, desde el sector privado al Estado. Ni los ciudadanos del país ni esos jóvenes pueden ver en él a un millonario que se da el gustito de ser Presidente de la República, así como Luksic se da el gustito de tuitear. Cambiar El Golf por el centro no puede llamarse “servicio militar”. Él, Piñera, debe mostrar con actos que la gloria duradera y la realización están realmente en el servicio a los demás, y no a uno mismo. Y para eso, debe dejar su patrimonio totalmente fuera de este esquema: debe hacer un gesto definitivo que lo libere de ese peso y notifique a sus adversarios que la cosa va en serio.

Da lo mismo su pasado. La historia le entrega a algunas personas, en muy especiales momentos, la oportunidad de que todo su legado se decida en un solo acto. Piñera ha sido puesto en esa posición, y deberá decidir si ese legado se plasmará definitivamente en los libros que cuenten la historia de la República o en los libros de actas de los directorios. Ninguna gran biografía se ha inscrito jamás en ambos.

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