Columna publicada en La Segunda, 11.04.2017

La próxima semana se cumple un año desde la muerte de Patricio Aylwin, momento propicio para volver a considerar su figura y su legado. Después de todo, muchas de nuestras dificultades actuales guardan relación con la falta de hombres públicos de altura, y el ex Presidente sin duda lo fue: de él podemos aprender. Como sugirió Leo Strauss, al examinar la polis conviene detenernos en los políticos de excelencia, pues nos ayudan a recordar la distinción entre grandeza y mediocridad.

En ese sentido, hay dos aspectos de la vida y obra de Aylwin que, cualesquiera que hayan sido sus errores, es preciso destacar. El primero consiste en el trasfondo de sus (muy) variables énfasis y alianzas. Don Patricio fue el más férreo opositor a Salvador Allende y la “vía chilena al socialismo”; después se transformó en el líder de la lucha contra Augusto Pinochet y las violaciones a los derechos humanos; y finalmente terminó siendo, no sin astucia, la cabeza de un gobierno que a la postre devino en un verdadero símbolo de unidad nacional. Desde luego, el fenómeno admite diversas lecturas, y por eso hay quienes tildan su trayectoria como una mezcla de entreguismo, acomodo y ambición; pero es muy probable que ese ir y venir responda, en muchos sentidos, a la vieja prudencia aristotélica. En efecto, Aylwin sacó lecciones a partir de las tragedias de su generación, y la fidelidad a ciertos principios y convicciones exige actitudes y aliados distintos según las circunstancias (quizás más de algún miembro de la DC piensa lo mismo hoy, aunque no pueda decirlo).

El segundo aspecto a subrayar se refiere a la aproximación “reformista” de Patricio Aylwin. Él asumió el gobierno en un período muy complejo, en varios sentidos incomparable al Chile actual. Sin embargo, hay una semejanza entre ese país de inicios de los 90 y nuestros días. Tanto entonces como hoy es posible distinguir relatos en extremo inmovilistas, por un lado, y rigurosamente refundacionales, por otro. Aylwin logró articular una narrativa diferente, que derecha e izquierda harían bien en explorar. Y es que, tal como señaló el ex Presidente en su célebre discurso del 12 de marzo de 1990, “en nuestro empeño debemos evitar la tentación de querer rehacerlo todo, de empezar todo de nuevo, como si  nada de lo existente mereciera ser conservado”.

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