Columna publicada en El Líbero, 21.03.2017

Fernando Atria lleva varios años promoviendo lo que él ha denominado un nuevo género de relación colectiva. En sus términos, se trata de acabar con la “hegemonía neoliberal” y dar paso a instituciones que traduzcan, mediante el “régimen de lo público”, el ideal de la “realización recíproca”. Desde luego, todo esto admite críticas de muy diverso orden —y así lo han hecho ver, entre otros, Hugo Herrera, Daniel Mansuy, Pablo Ortúzar y el suscrito—; pero es indudable que el esfuerzo de Atria solía ser serio y fundamentado. Sin embargo, no es posible afirmar lo mismo del Atria candidato. Sus recientes declaraciones sobre aborto dan cuenta de una notoria pérdida de rigurosidad y, más aún, del abandono de su proyecto político-intelectual. Veamos.

Según Atria, la falta de aprobación del proyecto de ley de aborto se debe a que “la Constitución Política implica que sea casi imposible una transformación significativa de la sociedad”. ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso el Congreso se ha visto impedido de debatir estos temas? ¿Acaso el aborto se encuentra entre los tópicos sujetos a cuórum calificado? Es obvio que Atria tiene entre ceja y ceja a la Constitución, pero el nexo que sugiere, dicho así, no resiste mayor análisis.

Para el académico de la Universidad de Chile, en seguida, el aborto se enmarca “en los acuerdos e instrumentos internacionales sobre derechos humanos suscritos por Chile” y, por ende, el Estado debiera garantizar su provisión. Esto sencillamente sorprende, y por dos motivos. El primero es que, tal como sabe cualquier abogado con formación elemental en Derecho Público —y Atria posee bastante más que eso—, no existe ningún tratado de derechos humanos que obligue a nuestro país (ni a ningún otro) a establecer una determinada legislación en materia de aborto.

El segundo motivo de sorpresa, en tanto, guarda relación con el discurso constitucional de Atria, que apunta a ampliar los espacios para el debate político y las mayorías legislativas. Como resulta lógico, es inconsistente abogar por dichos espacios y, al mismo tiempo, pretender sustraer de la discusión política interna asuntos tan sensibles como el aborto, en especial si para ello se invocan (supuestas) obligaciones internacionales de dudosa legitimidad democrática. Si la reivindicación de la deliberación y la democracia son más que un eslogan, Atria debiera ser el primero en alzar la voz contra esa estrategia.

Con todo, lo más llamativo es que, en opinión de Atria, aprobar el proyecto de aborto sería “lo mínimo para comenzar a conversar acerca de que las mujeres son sujetos de derecho, y que sus cuerpos no son propiedad pública”. Vaya paradoja. El paladín del combate contra el neoliberalismo zanja este debate apelando al derecho de propiedad que la mujer tendría sobre su cuerpo —después de todo, ¿qué otra interpretación cabe realizar de sus dichos?—, sin importar ni la condición del niño o niña que está por nacer, ni la opinión del padre, ni nada. ¿Desde cuándo la propiedad individual prima de forma absoluta o autoriza a omitir cualquier otra consideración en torno al bien de los demás?

Como han denunciado Sergio Micco y Eduardo Saffirio, argumentos como los de Atria no son de izquierda, al menos no de aquella que se toma en serio la defensa de los más débiles. A fin de cuentas, el ex profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez, al igual que buena parte de la Nueva Mayoría y el Frente Amplio, adopta una perspectiva muy curiosa. En vez de promover el cuidado y protección de todos los involucrados —lo propio de quien busca resguardar los bienes comunes—, abraza la peor versión del liberalismo, sin mayores problemas ni cuestionamientos.

Y eso, desde luego, está demasiado lejos del nuevo género de relación colectiva que Atria prometió.

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