Columna publicada en El Líbero, 07.02.2017

La familia debe constituir una prioridad para cualquier programa de gobierno. En este sentido, la reciente columna del ex presidente Sebastián Piñera parece un buen indicio. En ella aborda temas críticos para Chile: por un lado, la disminución de las tasas de natalidad, hoy por debajo del nivel de reposición; y, por otro, las condiciones de vulnerabilidad en que viven muchos niños del país. En base a ello, apunta a la necesidad de fortalecer y promover la familia, la natalidad y la infancia, a través de una agenda activa de siete propuestas bien encaminadas.

Es fundamental un reconocimiento de la familia no sólo como objeto de políticas públicas, sino también como sujeto político. Ella, según señalan las encuestas, continúa siendo la principal fuente de felicidad y satisfacción en Chile. Las personas suelen vivir con sus familias compartiendo un hogar y éste suele ser donde se sienten más libres. Las relaciones familiares son identificadas como las más valiosas y, así, en nuestro país la vida familiar parece estar en el centro del bienestar personal. Las relaciones sociales que las personas más aprecian son las que tienen con sus familiares, y en general la familia misma constituye una institución valorada por encima de todas las demás.

Todo lo anterior podría dar pie a pensar en la familia como un asunto solamente privado, imagen del espacio íntimo de contención que cada persona tiene y al que puede acudir para abstraerse de las tensiones y problemáticas que impone la gran sociedad. Sin embargo, la familia no es solamente eso. Tanto por las tareas que desempeña como por el modo en que la vida humana se organiza, la familia debe ser pensada no sólo a la luz de los bienes que reporta para la vida íntima de las personas, sino también  —y quizás especialmente— en virtud de los bienes públicos que reporta para la comunidad en su conjunto. En realidad, la familia es una condición ineludible de la misma existencia social. Es ella misma un bien público, que cumple funciones sociales vitales, que deben ser reconocidas, valoradas y protegidas por la sociedad y por el Estado.

En efecto, la familia es la institución donde se transmite la vida de cada ser humano, donde el individuo es apreciado por sí mismo como único e insustituible, y donde se difunden los valores que dan sentido a la propia existencia y permiten la vida en sociedad. Ella es también el principal centro de educación y difusión de la cultura, la primera unidad económica y de protección social. Es decir, de ella depende fundamentalmente la trasmisión de la vida y la cultura, sin las cuales no es posible la vida en común.

Es urgente, por tanto, recuperar el sentido de que la familia, y todo lo que la rodea, es un asunto político de primer orden. Muchos de los asuntos más relevantes en nuestra vida social contemporánea —la delincuencia, la educación, la pobreza, la drogadicción— tienen una conexión indiscutible con la familia, el modo en que ella se desarrolla y los problemas que experimenta. Como ha mostrado un monumental estudio de la Universidad de Princeton acerca de las “familias frágiles”, cuestiones como el ausentismo paterno, la violencia intrafamiliar, o la soledad en que se encuentran a veces los hijos por las jornadas laborales de sus padres, entre otros, son factores de riesgo altamente relacionados con la deserción escolar, los abusos de drogas y la criminalidad infantil. Esto sin siquiera mencionar el carácter fuertemente hereditario de la pobreza o las privaciones educacionales, anclado a la familia de manera inequívoca.

Por desgracia, la familia ha sufrido un proceso de individualización y desinstitucionalización que ha tendido a reducirla a un espacio meramente privado; en consecuencia, se ha desconocido su dimensión pública fundamental, lo que ha repercutido en el debilitamiento del tejido social. Esto exige un cambio de perspectiva. Es necesaria la rehabilitación política de la familia como célula principal de la sociedad con todo lo que ello implica; devolver a esta comunidad primordial sus “derechos de ciudadanía” —como señala el sociólogo italiano, Pierpaolo Donati—, que obligan a ir más allá de la perspectiva individualista que a menudo adoptamos al momento de abordarla.

Tal vez un ejemplo paradigmático del abandono público de la familia es justamente el Sename. Una de las mayores deficiencias del sistema es pensar a los niños como si fueran sujetos aislados, y no como integrantes —los más débiles— de un entorno familiar. En este sentido, se requiere un cambio de enfoque que permita ayudar a las familias para que ellas puedan cumplir con las tareas que les son inherentes. Las prácticas del Sename, por desgracia, van en una dirección muy distinta. Diversos informes denuncian que no se cuenta con las capacidades técnicas para realizar un trabajo con las familias y los niños puedan volver a sus hogares en la mayor medida posible. Tampoco existen programas preventivos para evitar el ingreso de menores a las residencias.

Lo anterior es una buena muestra de lo que no conviene hacer en estas materias. La política debe apuntar a tratar de hacer posible la vida familiar, para que ella pueda desplegarse como comunidad y cumplir con las funciones que le correspondan en favor de la persona (especialmente de los niños) y la sociedad. Este es el gran desafío político de nuestro tiempo.

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