Columna publicada en El Líbero, 28.02.2017

El Ejecutivo dará a conocer el 27 de marzo próximo una serie de modificaciones profundas al proyecto de capitalización de TVN, incorporado al proyecto que modifica el gobierno corporativo de TVN y crea un “canal cultural-educativo”. En las indicaciones se optaría por reducir los 70 millones de dólares destinados inicialmente a la capitalización y, eventualmente, eliminar el proyecto de canal cultural, cuyo costo ascendía a otros 25 millones de dólares.

Aunque la desaparición repentina del proyecto de canal cultural sería de por sí problemática, quizá sea más grave que desde un principio la iniciativa no haya sido acompañada de un diagnóstico suficientemente elaborado sobre el consumo televisivo y cultural en Chile. Salvo frases e ideas muy generales (el ex vocero de Gobierno Marcelo Díaz declaró que el fin del proyecto es nada menos que convertir TVN en la BBC de América Latina), no ha habido un intento por comunicar a la opinión pública cuáles son las metas particulares que se busca alcanzar, ni de qué modo específico ellas habrían de repercutir en nuestros hábitos de consumo.

Un primer dato es que la televisión abierta atañe a la mayoría de Chile: alrededor del 90% de la gente afirma ver programas, series o películas en televisión abierta de forma individual, mientras que cerca del 70% lo hace en familia, y el consumo medio por día –tanto en televisión abierta como de pago– bordea las tres horas (Encuesta Nacional de Televisión, 2014; las mediciones anteriores sugieren que la tendencia se mantiene en el tiempo). Luego, aunque la magnitud no es la única dimensión relevante del fenómeno, es evidente que aquí hay un interés público involucrado.

Pero nada de lo anterior indica cuál es la mejor alternativa de política cultural. Aunque sabemos que las preferencias de las audiencias son cambiantes y crecientemente exigentes, el Gobierno no intentó persuadir de que este proyecto en particular es capaz de aportar algo mejor al panorama artístico y cultural de lo que hace, por ejemplo, el financiamiento directo a canales privados para programación cultural. El proyecto debería aspirar a convencernos de que este canal cultural específico es una mejor alternativa frente a otras propuestas culturales, no de que la alternativa es entre el canal cultural o nada. Si es cierto que el canal cultural es capaz de producir un impacto mayor que las alternativas o que, produciendo un impacto similar, constituye un uso más eficiente de los recursos, debiera ser claro convencer a la opinión pública al respecto.

Este modo de plantear las decisiones políticas refuerza significativamente una lógica sectorial y hermética en el ámbito de la cultura, donde las opciones se discuten en forma aislada, desintegrada y sin evaluar su mérito en relación con otros programas eventualmente más exitosos. Probablemente se podría diseñar un canal cultural mucho más eficaz si el proyecto se vinculara con las agendas de educación, los jóvenes o la tercera edad. Hasta ahora, lo que hay es un intento por poner la carreta delante de los bueyes: la meta es instalar el canal, luego ver qué hacer con él. Y si no es así, nadie ha hecho un esfuerzo muy grande por demostrar lo contrario.

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