Columna publicada en La Tercera, 22.02.2017

El asunto de la nación ha ocupado un espacio importante en el debate interno de Chile Vamos. La discusión empezó respecto al documento “Convocatoria”, y rebrotó en torno al “Manifiesto por la República y el buen gobierno”, en cuya redacción participé junto a Hugo Herrera, Joaquín García-Huidobro, Ramiro Mendoza, y los senadores Andrés Allamand y Hernán Larraín,

Los sectores más liberales dentro del conglomerado ven con preocupación la utilización de esta categoría. La asocian, no sin motivo, a peligrosos regímenes populistas, militaristas y autoritarios. Así como a posturas xenofóbicas y antiglobalización. Y creen que el solo hecho de introducirla puede dar pie al desarrollo de ese tipo de visiones. Sin embargo, en ambos textos la nación aparece rescatada como un principio de identidad, apertura e integración, no de exclusión y discriminación arbitraria. Luego, nos encontramos frente a un debate sofisticado, que exige evaluar los beneficios y riesgos involucrados en la apelación a la nación, y tomar una posición política al respecto.

La nación, tal como la definió Ernest Renan, es un pacto entre los vivos, los muertos y los que están por nacer en un determinado territorio. Es un principio, entonces, de solidaridad intergeneracional. También es un principio identitario e igualitario, porque todos somos iguales frente a ella, lo que involucra una solidaridad intrageneracional. Así, este concepto destaca el hecho de que somos parte de una comunidad política, y ello plantea exigencias y responsabilidades. Uno de los elementos que las visiones más individualistas de la sociedad suelen pasar por alto, y que se vuelve muy valiosa a la hora de enfrentar desafíos comunes importantes.

Lo peligroso del concepto, que los liberales destacan correctamente, es que las identidades comunes muchas veces son alimentadas por el miedo y el odio a lo distinto y a lo extranjero. Los chivos expiatorios siempre han sido elegidos entre los débiles y los diferentes, que no pueden defenderse. Y los horrores totalitarios del siglo XX -todos nacionalistas- nos previenen de creer que la modernidad haya inutilizado aquellos mecanismos primitivos. Las visiones colectivistas y comunitaristas demasiado entusiastas suelen olvidar estas lecciones.

¿Quá hacer entonces? La estrategia de guardar en un cajón la idea de nación y utilizar los mecanismos coercitivos de la corrección política para prevenir el resurgimiento de su lado oscuro se ha mostrado bastante inútil, al igual que los discursos oficiales multiculturalistas. De hecho, los rebrotes de nacionalismos odiosos suelen alimentarse del resentimiento de los silenciados, así como de la incapacidad del discurso multiculturalista para entregar respuestas y mediaciones frente a fenómenos laborales y migratorios incentivados por la globalización .

Una idea de nación abierta e integradora como la propuesta en el “Manifiesto”, entonces, parece la mejor alternativa para aprovechar sus beneficios y, al mismo tiempo, enfrentar sus patologías, justamente porque no le concede a ellas la hegemonía sobre el concepto.

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