Columna publicada en La Tercera, 01.02.2017

Los incendios que han azotado al país en las últimas semanas obligan (nuevamente) a preguntar por el modo en que enfrentamos las catástrofes a las que parecemos tan expuestos. Desde luego, no se trata de culpar a las autoridades por todo lo que ocurre -mal que mal, estos eventos vienen a recordarnos el carácter esencialmente limitado de las posibilidades humanas-, pero sí de interrogar nuestra capacidad de respuesta.

Creo que el problema podría formularse del modo siguiente. Hay una especie de desajuste entre, por un lado, la energía y generosidad inauditas que despliega espontáneamente la sociedad y, por otro, la extraña torpeza del aparato público para siquiera poder coordinar su acción (la insólita discusión sobre quién pagaba el agua del avión es el mejor síntoma). El problema tiene varias dimensiones, que se acumulan unas sobre otras. Por de pronto, el diseño político utilizado por Michelle Bachelet impide, de modo estructural, que ningún personaje relevante pueda asumir un liderazgo claro en circunstancias difíciles. No es casual que ningún ministro ni intendente ni funcionario ni nadie haya estado dispuesto a echarse el equipo al hombro. Ese simple hecho deja un poco paralizado a todo el sistema: al privilegiar los compartimentos estancos y la confianza personal sobre el talento, la Presidenta ha terminado privando al Estado chileno de sus resortes más indispensables.

Esto último resulta cuando menos paradójico para un gobierno que prometió darle un papel muy relevante al Estado. La Nueva Mayoría quiso hacer de éste el gran agente de nuestra vida común, sin considerar algunas dificultades previas. ¿Cómo suponer, por ejemplo, que el aparato público puede diseñar algo tan complejo como un sistema universitario si apenas puede coordinarse para apagar los incendios, sin mencionar a los niños olvidados del Sename? En ese sentido, el error de diagnóstico es cada día más evidente: rehabilitar al Estado pasa, en primer lugar, por darle los medios necesarios para cumplir sus funciones mínimas. Es raro, pero el gobierno ha terminado siendo víctima de su propio discurso.

Al generar unas expectativas desmedidas sobre el poder estatal, ha cosechado una enorme decepción (¿en cuánto tiempo podremos reconstruir? Basta darse una vuelta por Chañaral para constatar la desidia de nuestras autoridades).

Por cierto, nada de esto debería ser motivo para despreciar la acción estatal. En casos como este, su intervención resulta imprescindible y, por lo mismo, se hace urgente reforzarlo en áreas sensibles. Es muy probable que eso signifique más recursos, pero sobre todo necesita de funcionarios profesionales ajenos a lógicas políticas de corto plazo; y requiere también de una reflexión urgente sobre el lugar de las regiones en nuestro desarrollo. El desafío para el próximo gobierno debería ir por este lado: no solo mejorar gestión, ni tampoco endiosar al aparato público, sino simplemente ajustar sus capacidades a las necesidades del país. Ese objetivo, tan ambicioso como modesto, parece ser el único modo de honrar la memoria de aquellos mártires que han dado su vida por nosotros combatiendo el fuego.

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