Columna publicada en El Líbero, 17.01.2017

Hay pocas cosas más impopulares hoy en día que ser empresario. Hijos del privilegio, seres egoístas, preocupados de maximizar sus intereses a cualquier costo, y altamente desconectados de la realidad social. El eslogan que hace unos años era promovido por sólo un determinado sector de la izquierda, hoy se empieza a extender como sensación ambiente con rasgos de estar calando hondo. ¿Cómo se explican, por ejemplo, las violentas reacciones a la inserción de la Sofofa contra el Gobierno acusando falta de Estado de derecho en La Araucanía? Pareciera que no todo responde a los escándalos de colusión; el propio Hermann von Mühlenbrock señaló el fin de semana recién pasado que “la mayoría de las empresas ha mejorado sus prácticas. Lamentablemente no ha sido suficiente, la gente quiere más”. Esto último parece responder a algo más profundo, para lo que todavía no tenemos una respuesta acabada.

Una posibilidad es mirar a la empresa como algo que tiene una doble dimensión. La primera –más evidente– es que es parte del mercado. Esto quiere decir que para tomar decisiones debe actuar con criterios de racionalidad económica. En términos muy simples, debe buscar maximizar utilidades. Se trata de la capacidad (muy virtuosa) de captar necesidades y satisfacerlas, beneficiándose con ello en el camino. Para muchos este es el único rol que, en rigor, le corresponde cumplir. Por lo tanto, la forma de adaptarse a lo que sea más o menos extraño a su giro comercial (como la contaminación o la relación con la comunidad, por ejemplo) se hará bajo esa lógica.

Pero esto es insuficiente. A esta forma de pensar le falta un dato: la empresa está inserta en la comunidad. Inevitablemente, lo que en ella se decida tendrá impacto en el día a día del resto de las asociaciones y personas que la rodeen. Las personas vivimos de relaciones interpersonales y las comunidades (también las empresas) no son una simple abstracción. Las empresas no viven solamente en la Bolsa, sino que forman parte de nuestras vidas de un modo muy similar a un vecino.

Esta es la segunda dimensión: en algún sentido, la empresa es parte de la sociedad civil. En cuanto tal, hay formas de tomar decisiones (muchas, no todas) que tienen que ampliar su razonamiento hacia criterios que logren capturar realidades que la dimensión económica no alcanza. Por esta razón, los llamados “departamentos de responsabilidad social empresarial” no debiesen ser sólo una oficina, pensada como mecanismo para mitigar los daños que genera su propia actividad. Debiese ser una lógica que atraviese la toma de decisiones de todas las demás áreas. El equilibrio de mercado puede ser beneficioso para la empresa, pero no necesariamente lo será para todos los agentes involucrados. ¿Quién no ha cuestionado la forma de operar de las casas comerciales para captar clientes? El acceso al crédito es un bien, pero frecuentemente es a los menos educados a quienes se les incentiva a vivir (permanentemente) de él, con seguros poco visibles en el contrato, y altísimos intereses por el menor retraso. En esta línea se entiende por qué hay cierto interés en avanzar hacia directorios multidisciplinarios, donde no haya solo ingenieros, economistas o abogados; sino también sociólogos, historiadores o filósofos.

El boom del enfoque que ha tomado la innovación empresarial hacia las “empresas B” es un claro indicador de lo anterior. Pensar a la empresa de esta forma, en todo caso, no implica que todas deben adquirir el certificado “B”, o que deban incorporar a muchos profesionales dedicados a la “responsabilidad empresarial”. Tiene que ver más bien con un particular modo de razonar en la toma de decisiones. Un modo de razonar que, dado el amplio rango de estructuras jurídicas y tipos de mercados, sea sensible a esas especificidades.

Una cuota de humildad y mayor reflexión en torno a esta segunda dimensión parece ser vital si se quiere aspirar a superar el clima de desconfianza y malestar en que la empresa se halla envuelta. Puede ser esta la razón por la que von Mühlenbrock afirma que la gente quiere más.

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