Columna publicada en El Líbero, 31.01.2017

Giorgio Jackson propuso recientemente una política de gratuidad en el uso del Transantiago, llamada “Tarifa Cero”. Los objetivos del proyecto serían, por un lado, promover que las personas con dificultad para pagar (por bajos ingresos, desempleo, jubilación, etc.) puedan hacer un mayor uso del transporte público y resolver, por otro, el déficit financiero producto de la evasión (utilizando un mecanismo de descuento por planilla para los trabajadores, sumado a un aporte del empleador y el financiamiento estatal vigente). La iniciativa se formula en un marco de sobra conocido: el Transantiago tiene serias dificultades financieras (la evasión alcanza alrededor del 30% de los viajes) y, como notará cualquier persona que ande en micro, un pésimo desempeño en términos de la frecuencia de buses y duración de los viajes.

La propuesta no es llamativa sólo por su contenido, sino por su justificación. Tras recibir críticas inmediatas de distintos sectores, el diputado Jackson se declaraba algo desconcertado. Su propuesta, decía él, era simplemente “pensar fuera de la caja” y ver las cosas desde otro punto de vista: ¿cómo explicar un rechazo tan precipitado a una idea cuyos detalles todavía no se dan a conocer? Sin embargo, el punto no es convincente. Para un Gobierno cuyo núcleo programático e ideológico ha sido avanzar hacia la gratuidad en servicios mal evaluados, la iniciativa del diputado Jackson, replicando lo hecho en educación universitaria, no corresponde precisamente a “pensar fuera de la caja”.

Pero el punto más interesante es la manera de abordar la evasión. Además de que la propuesta tiene algo del sillón de don Otto (eliminar un problema no atendiendo a sus causas, sino dejando de considerarlo un problema), la baja disposición a pagar es el signo de un déficit en el respeto a lo que genéricamente llamamos “autoridad”. El fenómeno tiene otras dimensiones, porque es entendible una peor disposición a pagar un pasaje cada vez más caro por un servicio persistentemente malo e incómodo (sumado a la ausencia de un mecanismo para hacer exigible el pago y el deseo de saltarse la norma si uno observa que los demás la incumplen reiteradamente), pero esto no basta para explicar el problema.

El respeto a la autoridad no es un elemento trivial en sociedades crecientemente complejas y varios fenómenos sugieren una honda carencia en esta materia: las faltas de conducta en los colegios –que rayan en el maltrato a los profesores–, las actitudes de agresividad y provocación hacia Carabineros en la protesta (algo sobre lo que el sociólogo Eduardo Valenzuela advertía en los 80) y la violencia en los estadios. La nota común parece ser el rechazo a cumplir aquellas obligaciones que no remiten de forma inmediata a nuestros deseos, algo que el mercado (cuya lógica interna es fundamental para entender el Chile de hoy) logra sólo parcialmente, en la medida que opera casi exclusivamente por remisión a la expectativa de un pago y la entrega de un bien dentro de un horizonte temporal acotado.

Así, la propuesta del diputado Jackson, en vez enfrentar una consecuencia nociva de la llamada “sociedad de mercado”, acaba por validarla tácitamente, tal como ocurre con la protesta (para el progresismo bien pensante, la violencia siempre viene de Carabineros) y la educación (nada más contrario a la emancipación individual que decirle a un niño cómo debería comportarse o prohibirle a la comunidad escolar recurrir a un paro). Así, el ideario progresista que subyace al proyecto de “Tarifa Cero” se desliza peligrosamente hacia el liberalismo individualista que pretendía impugnar. Quizá la caja era más grande de lo que el diputado pensaba.

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