Columna publicada en El Líbero, 24.01.2017

Pocas críticas han sido tan reiteradas durante los últimos años como la falta de relato —de unas ideas y un discurso aptos para el Chile de hoy— en el ámbito de la derecha política. Una de las réplicas más habituales a ese cuestionamiento es que las ideas “ya están”: si acaso existe, el problema sólo sería de marketing. Pero lo ocurrido en torno al debate constitucional quizás sea la mejor demostración de que dicho problema excede con creces el plano de “la venta” y el “empaquetado”. Veamos.

En mayo pasado, mientras la mayoría de los dirigentes de Chile Vamos desahuciaron el proceso constituyente y la lógica del cambio constitucional —las únicas excepciones fueron Jaime Bellolio, Felipe Kast y Manuel José Ossandón—, la comisión de asuntos constitucionales de la oposición dio a conocer un sugerente documento que propuso alrededor de 80 reformas a la Carta Fundamental. En principio, es posible criticar el proceso del Gobierno y al mismo tiempo promover cambios a la Constitución. Sin embargo, ello exige una visión y una narrativa coherentes, pues de lo contrario la actuación inevitablemente termina siendo errática. Fue lo que advirtió el ministro Eyzaguirre, quien no dejó pasar la oportunidad que le ofrecían esos “ochenta cambios constitucionales”: “Si eso no es una nueva Constitución, no sé lo que es”, fueron sus palabras.

Conviene recordar todo esto hoy en día, cuando los dardos de la derecha apuntan sólo a los defectos del proceso constituyente (ejemplo 1 y ejemplo 2). Estos defectos son elocuentes, pero la discusión constitucional excede esa coyuntura. Guste o no, el debate es de naturaleza política, y eso tiene sus implicancias. Por dar sólo un ejemplo, piénsese en el principal argumento a la hora de defender el status quo: las reformas que ha sufrido la Constitución. La dificultad no consiste en que el argumento sea falso. Según explicamos en La ilusión constitucional (IES, 2016), es tal la cantidad y relevancia de las modificaciones experimentadas por la Carta Fundamental que ella, más que la “Constitución de Pinochet”, es la “Constitución de la transición” (y por eso la crítica basada en su origen es tan insuficiente por sí sola).

La dificultad, empero, radica en el significado político de esta realidad. Precisamente por ser fruto de los acuerdos y prácticas políticas de casi tres décadas de vida democrática, la Constitución de seguro continuará bajo la lupa. Después de todo, ella simboliza y condensa las líneas matrices del régimen post dictadura, el mismo que hoy es cuestionado desde ángulos muy diversos.

Si lo anterior es plausible, denunciar los (indudables) vicios del proceso constituyente no terminará con la demanda de renovación institucional que de un tiempo a esta parte se ha instalado en nuestro país. Este es el trasfondo del debate constitucional. Dicha demanda no pasa únicamente por la Constitución, pero sí la afecta y de forma importante.

Por lo mismo, si la derecha desea enfrentar la discusión de manera exitosa, necesariamente debe articular sus planteamientos en un discurso propositivo y coherente. Y en especial, debe apuntar al fondo del asunto: el papel del Estado y sus relaciones tanto con el mercado como con la sociedad civil. Ello admite muchas variantes, pero no es claro que centrarse sólo en los defectos del proceso impulsado por el Gobierno sea el camino más adecuado.

Ver columna en El Líbero