Columna publicada en La Tercera, 28.12.2016

Nadie fue más generoso este año que la izquierda chilena. Habiendo acumulado desde los años ochenta un enorme capital político, cultural, moral e intelectual, decidieron renunciar a él y repartirlo entre sus adversarios, que ni en sus mejores sueños habrían imaginado semejantes regalos.

Todo comenzó con la derrota de la Concertación en enero del 2010. Ese día no solo ganó la derecha, sino también los autoflagelantes del conglomerado derrotado, que reinaban en el Congreso. Los que sentían que la transición había sido, en realidad, una transacción. Los que consideraban que los veinte años de gobierno más exitosos -bajo cualquier parámetro- de la historia de Chile, eran nada más que neoliberalismo con rostro humano. Los que guitarreaban en tono solemne “El pueblo unido” en sus casas de veraneo en Cachagua. Los que teniendo a sus hijos en los colegios más caros de Chile, después de un par de copas, todavía añoraban la ENU.

Y aunque políticamente los autoflagelantes no tenían mucho que ofrecer, más allá de bloquear las iniciativas legislativas de una derecha (que tampoco tenía mucho que ofrecer), el movimiento estudiantil y Bachelet vinieron en su rescate. Como el soplo divino que le entregó vida al Golem, el hálito vital de los millenials indignados animó a la “Nueva Mayoría”. Atria les dio un programa -el “otro modelo”- y Bachelet votos, muchos votos.

¿La idea principal? Dar el golpe final al “neoliberalismo”, que supuestamente estaría en el origen del descontento de las clases medias. ¿Cómo? Haciendo crecer todo lo posible el Estado y arrebatándole a las clases medias sus espacios de “privilegio”, como los liceos emblemáticos, la educación particular subvencionada y la educación universitaria privada. También, por cierto, cambiando las concesiones hospitalarias por obras estatales. O, en su defecto, y principalmente, por nada.
Esto exigía, por supuesto, diferenciarse de la antigua Concertación. Y aquí es donde comienza el frenesí pascuero de la Nueva Mayoría. Partieron por abjurar en general de la transición y sus logros, regalándosela a sus adversarios. Luego se llegó a afirmar que toda política de gasto social focalizado o de concesiones era “neoliberalismo”. En el extremo, Atria y Sanhueza llegaron a decir que la idea de costo alternativo en políticas públicas era ideológica. Y, finalmente, la cosa se volvió personal: ¿Boeninger? Neoliberal. ¿Aylwin? Neoliberal. ¿Brunner? Neoliberal. ¿Cieplan? Neoliberal. ¿Foxley, Aninat, Marfán y Velasco? Neoliberales. ¿El otro yo de Eyzaguirre? Neoliberalísimo. Y ni hablar de Ottone Sr. O de Genaro Arriagada. O de Carlos Peña. O de Ricardo Lagos, verdadero Darth Vader del neoliberalismo.
El regalo final fue defender -Atria incluido- a Fidel Castro, echando por la borda toda pretensión de superioridad moral en base a “credenciales democráticas”. Y así, la oposición ha quedado colmada de dones con los que no sabe muy bien todavía qué hacer, mientras esta nueva izquierda termina de quemar sus naves. Como Hernán Cortés. Pero con las tropas adentro.

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