Columna publicada en El Líbero, 20.12.2016

Durante el mes de octubre visitó Chile el historiador y novelista francés Iván Jablonka, para difundir su premiado libro “Laëtitia ou la fin des hommes” (“Leticia o el fin de los hombres”). La novela se basa en un caso real: la violación y asesinato de Leticia Perrais en Francia en 2011, a manos de un hombre recién salido de la cárcel, donde había estado por delitos similares. El hecho impactó fuertemente a la opinión pública francesa y los dardos se dirigieron contra el Poder Judicial, considerado culpable por la liberación de “un monstruo”.

Lo sorprendente del relato de Jablonka, sin embargo, es que no se enfoca primeramente en narrar la muerte de Leticia. Su trabajo consiste, más bien, en la reconstrucción de su historia de vida, única e irrepetible, en lo que él mismo llama un ejercicio de reivindicación de personas que, de pronto, en el final abrupto y trágico de sus vidas, son reducidas puramente a víctimas. Con ello intenta devolver algo de la dignidad arrebatada a Leticia no sólo por el asesino, sino también por una sociedad ante la que sólo se vuelve visible por su modo de morir.

De este modo, la novela de Jablonka logra avanzar desde una narración biográfica particular hacia una dura crítica sobre el destino de las víctimas en nuestras sociedades contemporáneas. Sumidas en el olvido, con historias de pobreza y exclusión que no dejan huella, repentinamente se hacen conocidas cuando sus vidas tienen un final trágico. Y, entonces, son instrumentalizadas para alimentar el morbo de los consumidores de crónica roja o bien usadas, por los más progresistas, como evidencia empírica para probar las elevadas tasas de violencia, reclamando la intervención de los Estados. Así, no llegan nunca a ser verdaderamente visibles para la sociedad, un verdadero motivo de interés por lo que Jablonka llama “el respeto triste y dulce por la condición humana”.

El reclamo de Jablonka a la sociedad francesa puede ser revelador para entender nuestra propia actualidad. Similar a la historia de Leticia fue la de niños del Sename que, como Lissette en abril y Alan en diciembre, sólo ante la manifestación dramática de sus muertes motivaron una reacción efectiva de parte de la opinión pública y la clase política. Son ellos los que han puesto rostro a una lista de más de mil fallecidos que no fue debidamente registrada y acusada hasta que salieron a la luz estas tragedias. Y sus vidas sólo se volvieron públicas por las sórdidas circunstancias de sus particulares formas de morir, sin que nadie pueda ni intente recuperar las huellas de su insustituible historia.

Esto pone en evidencia que el desafío al que nos enfrentamos como sociedad ante la injusticia no puede resolverse únicamente desde discusiones técnicas y especializadas sobre la mejor manera de administrar la pobreza y la marginalidad. El mismo debate institucional en torno a la forma que debe adquirir un eventual nuevo sistema de protección a la infancia no puede agotarse en esa dimensión, pues, como bien lo señalaba el filósofo Paul Ricoeur, nunca sabemos con certeza “cuándo alcanzamos a las personas”. Y es esa misma conciencia sobre la posibilidad de afectar vidas concretas la que debiera servir de motor a cualquier iniciativa en el ámbito de la vida en común.

Pero esa conciencia no parece existir en nuestro actual escenario. Se han ingresado proyectos de reforma al Congreso, los ministros reconocen la situación de colapso del Sename, y los diarios se llenan de editoriales indignados. Sin embargo, la infancia sigue sin aparecer en el centro de las prioridades políticas, ausente en las agendas de los posibles presidenciables y pobremente presente en el presupuesto del Gobierno para el año que viene. Así, estamos lejos de la reivindicación de justicia que Jablonka intenta hacer con sus historias y nuestras víctimas siguen condenadas a volverse públicas únicamente al final de sus vidas. Como si hubieran estado destinadas a morir y nada podía hacerse para evitarlo.

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